Este es mi testimonio y juro dejar escrito solamente la verdad como verdadero es Dios, por la
memoria de mi abuelita Zoilamérica Zambrano Sandino, a quien tantas veces he invocado en
momentos de desesperación y angustia; por mi hijo Alejandro y mi hija Carolina, quienes
representan la luz y esperanza de una nueva vida. Juro que todo lo que contiene este testimonio es
LA VERDAD Y NADA MÁS QUE LA VERDAD; en él encontrarán las evidencias de una vida
cercenada y la depravación de un hombre que fue protagonista de una revolución social y política,
Presidente de la República y actual líder del principal partido de oposición.
La luz que busco está en la verdad y en la valentía de reconocer la vida que se me impuso y poner la
frente en alto, pese al dolor, para decirle al mundo que sobrevivir ha significado un tortuoso camino
que aún no termina. He tenido que sumergirme en lo más hondo de mis fragilidades y secuelas para
adquirir la fortaleza y la inspiración que necesito para enfrentar mi realidad y abrir nuevos capítulos
de mi existencia. Existencia que en el pasado tuvo un alma profundamente quebrantada pero
resistente a la muerte.
La luz no está en la mentira, en el silencio, en el sometimiento del espíritu, en la cobardía y
complicidad, no está en la doble moral ni en la aberración a la condición humana. Por eso, con
plena conciencia y determinación propia, tengo que proceder a realizar un justo y consecuente acto
de liberación total de todas aquellas cárceles de mi vida, y afirmar con el peso incalculable de lo
sufrido, que la mujer y el hombre nuevo y la utopía de una sociedad plenamente justa, han sido
traicionados por quien ostentando gran poder, cometió vejámenes sexuales, físicos y sicológicos
contra la humanidad de una mujer desde su infancia, y a quien adoptó como hija.
Desde el 2 de Marzo del año en curso, me he declarado en una cruzada por reconquistar mi
verdadera identidad y dignificación de mujer y ser humana integral; para mí, en esta etapa
trascendental de mi vida, no hay reivindicación en el mundo más importante que el encuentro con mi
propio ser, al que muchos desconocen pero que en su despertar y andar ha acumulado fuerzas
suficientes para emprender una lucha que encuentra como principal muro los actuales tejidos y
vestigios del poder y el sistema patriarcal implantado por siglos.
¿Quién soy?
Mi nombre: ZOILAMÉRICA. Mis progenitores son: Jorge Narváez Parajón (fallecido) y Rosario
Murillo Zambrano. Públicamente se me conoce como Zoilamérica Ortega Murillo, debido a la
adopción que efectuara el señor Daniel Ortega Saavedra en el año de 1986.
Nací el 13 de Noviembre de 1967, en la ciudad de Managua; de profesión socióloga (1995,
Universidad Centroamericana, Nicaragua), militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional, y
actualmente Directora Ejecutiva del Centro de Estudios Internacionales.
Mi vida, desde que tengo memoria, estuvo marcada por Sandino y el Sandinismo. Supe de
Sandino, tío de mi abuela, cuando mi madre enterró una efigie de éste en el patio de la casa. Y he
conocido del Sandinismo, desde cuando mi madre en su juventud dedicó sus esfuerzos y energías a
la causa.
En la soledad y vacíos de mi niñez, siempre quisieron contribuir con sus atenciones y cariño mi
abuelo, mis tías abuelas y mis tías maternas.
La causa.
Afirmo, que fui acosada y abusada sexualmente por Daniel Ortega Saavedra, desde la edad de 11
años, manteniéndose estas acciones por casi veinte años de mi vida, y que a lo largo del presente
testimonio expondré en las formas sucedidas.
Afirmo, que mantuve silencio durante todo este tiempo, producto de arraigados temores y
confusiones derivadas de diversos tipos de agresiones que me tornaron muy vulnerable y
dependiente de mi agresor.
He tenido que transcurrir un doloroso y desgastante camino para saber interpretar y conocer yo
misma, las consecuencias y secuelas de sistemáticas y salvajes prácticas que en mi contra se
cometieron desde 1978 hasta febrero de 1998, es decir, hasta hace poco.
Fui sometida a una prisión desde la propia casa donde reside la familia Ortega Murillo, a un
régimen de cautiverio, persecución, espionaje y acecho con la finalidad de lacerar mi cuerpo e
integridad moral y síquica. Mi silencio fue la expresión de un ambiente propio de la clandestinidad y
la aplicación de una férrea secretividad. Daniel Ortega, desde el poder, sus aparatos de seguridad y
recursos disponibles, se aseguró durante dos décadas a una víctima sometida a sus designios y
voluntad individual.
Denunciar esta cadena consecutiva de hechos no me ha sido fácil, he tenido que vencer el fatalismo
y el miedo a responder preguntas que formulé desde el fondo de mi ser, tales como: ¿Por qué me
tuvo que suceder eso? ¿Qué hice yo para merecer la vida que tuve?. Las respuestas me
reclamaban despertar y rebelarme ante los grilletes impuestos. Sentido de oportunidad en un
proceso tan complejo no pude determinarlo ni me preocupó, pues en un caso como el que
represento y frente a un agresor de gran poder, tuve que llenarme de coraje y valor para empezar mi
liberación y nacimiento indistintamente del tiempo y de los acontecimientos. Mi alma pidió gritar y
así lo hice en el momento que debió ser; ahora pide reivindicación total y plena.
Para mí, ahora, el sentido y la lección más importante es el profundo respeto a la vida en sus
múltiples dimensiones. Este respeto es un principio elemental, ya no sólo porque se suscribe en
documentos oficiales que rigen a las naciones, sino por un sentido de humanidad que nos dice que
si alguien no es capaz de respetar una vida, no puede considerarse humano.
Mi experiencia muestra cómo se violenta e irrespeta una vida, no sólo atentando contra ella
mediante la amenaza de agresión física que conlleva a la muerte, sino también, cercenando su
realización como individuo, como ser y como todo. Quiero decir, con ello, que lo que viví fue el
INTENTO DE ASESINAR MI DERECHO A CRECER, A VIVIR y a tener ejercicio pleno de mi
voluntad. Durante todo este tiempo se me negó el derecho a existir como ser humano, se me
mantuvo como objeto de otro ser. Sencillamente, y no tengo más palabras que expresar, SE ME
NEGÓ EL DERECHO A LA VIDA.
Si sumo a ello, que fue mi condición de mujer la primera en ser mancillada y objeto de vejámenes,
he de reiterar que son aquellas lesiones a mi género las más severas a la integridad y derechos
humanos. Fue a partir de las características de mi sexualidad, del aprovechamiento de los patrones
de desventajosa inferioridad que se entretejió la esencia de la dominación y encarnación del
sistema patriarcal.
La forma en la que operó el poder y sus instrumentos, me llevan a enarbolar una bandera que
establezca que los abusos de poder en las mujeres tienen manifestaciones tan diversas como todas
aquellas presentes en mi caso. Se abusó en mi condición de niña, se abusó en mi condición de
mujer, se abusó de mi cuerpo, se abusó de mis emociones, se abusó de mi condición de militante
sandinista y se abusó de mis concepciones.
El poder, que se aprovechó de la ingenuidad propia de mi niñez y adolescencia, estrenó en mí todos
los instrumentos posibles de dominación: físicos, sicológicos, políticos, familiares y militares. En mi
contra, se hizo uso de la autoridad, de la fuerza, de la destrucción, de la subjetividad, etc. Se me hizo
daño desde el ejercicio del poder supremo de este país, desde una tribuna que hoy nos debe hacer
reconocer que el ejercicio de la política debe estar marcado por un profundo sentido ético y humano.
Quiero decir con ello, que no puede haber una proclama y un discurso político que sea incongruente
con una práctica personal, individual.
Hoy, debo encaminarme a mi propio saneamiento y al proceso de muchas mujeres que aún
pernoctan en el silencio, el miedo y la oscuridad, para una vez andado el valor y de levantar la frente,
no se nos victimice ni castigue nuevamente.
Hoy, debo celebrar el hecho de estar viva. Hoy, debo agradecer a quienes con pequeñas cosas, y
sin saberlo ellas mismas, me dieron luces y fuerzas en medio del holocausto para enfrentar
semejante reto en mi vida, y seguramente, de la sociedad en su conjunto.
II. De los 11 a los 14 años: abusos deshonestos
En 1977, después de sufrir mi madre encarcelamiento por sus actividades políticas, mi hermano y
yo tuvimos que acompañarle y salir rumbo a Panamá, donde residimos primero, luego nos dirigimos
a Venezuela y finalmente a Costa Rica, donde nos establecimos hasta el 21 de julio de 1979. Para
la niña de diez años que era entonces, el exilio significó la separación de mis principales fuentes de
amor, cariño y protección: mi abuelo, mis tías abuelas, mi tía Rosi y mis tías maternas.
Vivir en un país desconocido, sin familiares cercanos que atendieran mis necesidades, con una
madre comprometida con una causa política, produjo en mí miedo, aislamiento, timidez y soledad en
un ambiente de extremos riesgos y persecuciones, y donde el silencio y la prudencia constituyeron la
norma de conducta en ese período, interrumpiendo así la normalidad de mi vida en su tránsito de la
niñez a la adolescencia.
En 1978, en San José, Costa Rica, conocí a Daniel Ortega Saavedra, cuando yo tenía once años de
edad no cumplidos. En ese país vivimos en condiciones de clandestinidad, de encierro; no
podíamos hablar con nadie por guardar secretos y como tal aprendimos a comportarnos.
La casa que habitamos (mi madre, hermanos y yo) fue un importante centro de actividades político
militares -de seguridad se solía decir-, con mucho movimiento, entradas y salidas de gente, muchas
de las cuales se quedaban a pasar la noche. Nuestras verdaderas identidades fue todo un misterio y
el silencio rondó nuestras vidas. Como nicas y sandinistas vivimos escondidos todo el tiempo. El
secreto fue parte de la vida clandestina.
Daniel Ortega, cuyo seudónimo era Enrique, desde un inicio me inspiró miedo y desconfianza por la
forma rara de mirarme desde entonces; fueron muchas personas desconocidas las que llegaban a
aquella casa, con quienes jamás tuve cercanía. Después de algunos días, me enteré que aquel
hombre extraño era comandante, una persona muy importante para el resto de la gente y que
sostenía con mi mamá una relación de pareja.
Fue en este país y en los primeros meses que él se vinculó a nosotros, que comenzó su acoso con
bromas y sugerencias de juegos malintencionados, en los que me manoseaba y obligaba a tocar su
cuerpo. Luego, cuando el tiempo fue avanzando y se me presentaron las primeras manifestaciones
de menstruación, decía: “Vos ya estás lista”, sin que interviniera confianza ni relación de afecto
alguno. Después me asaltaba sorpresivamente en lugares oscuros para tocarme y durante mis
baños me espiaba por encima de la cortina, escondiendo mi ropa interior y bromeando con ellas,
algunas veces llegó a hacerlo en público. En muchas otras ocasiones amenazó con penetrar al baño
estando yo adentro, advirtiéndome de que probaría lo que era bueno.
Yo tenía en ese entonces, una educación sumamente religiosa y por tanto consideré vulgar y soez
aquellas palabras y frases referidas a partes íntimas de mi cuerpo; cada vez que esto sucedía me
sentía muy ofendida y ultrajada.
No sostuve contacto ni relación con ninguna de las personas que frecuentaban la casa de seguridad,
pues las sentía muy extrañas a mi entender y mi edad.
Yo no tuve la oportunidad de decirle a alguien sobre aquellas frases, insinuaciones y bromas de mi
agresor. A mi madre la consumían las múltiples ocupaciones o responsabilidades, aunque en
realidad nunca tuve claridez de lo que realmente hacía. Durante este tiempo, yo sentí cierto
abandono y soledad, mi madre no fue un ser cercano ni estuvo pendiente de mí. Desde entonces no
tenía la confianza para decirle que su compañero me decía cosas. No desee crearle problemas a mi
madre con su compañero y temí que interpretara que eran quejas para demandar atención materna.
En distintos momentos ella dijo que yo era sumamente exigente y demandante de atenciones y
mimos.
Cuando encontré a Daniel Ortega copulando con la empleada de la casa, no supe qué hacer, me
sentí impactada, aturdida y bastante amenazada, pues las ofensas verbales fueron más frecuentes y
chocantes para mí. Mi seguridad desapareció, pues las amenazas que me hizo en variadas
ocasiones comenzaron a cumplirse por la noches; cuando mi madre dormía, Daniel Ortega se
dirigía al cuarto donde me encontraba para arrecostarse en mi cama y rozarme con su pene partes
de mi cuerpo. Recuerdo que me daban escalofríos, temblores y sentía mucho frío. Yo cerraba los
ojos para no ver nada, permanecía inmóvil sin poder hacer nada.
Temprano por las mañanas, cuando me alistaba para ir al colegio y mi madre dormía aún, él se
levantaba y me observaba, ahora ya no sólo para verme por encima de la cortina del baño, sino para
masturbase. Esto lo llegó a hacer en reiteradas ocasiones.
Me comenzaron en esta etapa, pesadillas con imágenes difusas y sensaciones extrañas de miedo,
que sumados a episodios de asco y rechazo me empezaron a afectar mi manera de ser y mi propia
interioridad. El tener un secreto que no tenes a quien contar, me generaba mucha angustia.
Inmediatamente después del asalto al Palacio Nacional, por razones de seguridad, mi madre,
Daniel Ortega y nosotros (los muchachos), pasamos a vivir en una casa aparte, alejada de las
actividades organizativas del FSLN. El ambiente era mucho más solitario, ni la empleada de
nacionalidad costarricense se quedaba a dormir. Las noches las pasábamos solos, encerrados en
nuestro cuarto.
Las bromas de Daniel Ortega se fueron convirtiendo en verdaderas y directas insinuaciones
sexuales, me levantó falsos y agresiones sicológicas cuando afirmaba categóricamente que yo
sostenía relaciones con el chofer del bus del colegio, simplemente por ser alguien quien nos tomó
cariño a mi hermano y a mi. Yo en ese entonces tenía 11 años de edad y este tipo de frases me
resultaron muy agresivas. Por ejemplo, me preguntaba al llegar del colegio: “¿Ya venís contenta?
¿ya te lo hicieron?”, entre otras frases sumamente ofensivas. Siempre era igual, cuando observaba
alguna cercanía afectiva con personas del sexo masculino, que por cierto fueron muy pocos,
fundamentalmente compañeros de estudios.
Desde entonces, él, Daniel Ortega fue haciéndome pensar que todo acercamiento afectivo con
cualquier hombre y de cualquier edad, implicaba un interés sexual hacia mí. Para mí lo sexual era
sinónimo de aquellas actitudes obscenas y vulgares de Daniel, y por lo tanto, poco a poco empecé a
tener gran desconfianza hacia todos los hombres. Si el compañero de mi madre, agredía mi cuerpo
contra mi voluntad, qué podía esperar de otros. Él me obligaba a callar y a aceptar los vejámenes
que recibía de su parte.
El progreso de la acción de mi agresor, fue dándose; ya no solamente se trataba de su observación
a mi cuerpo cuando me bañaba, sino que entraba al baño de cualquier manera, se masturbaba
provocándome miedo y desprecio. Fue horrible ver, a la edad de entonces, la imagen de un hombre
de pie sostenido de una pared y sacudiendo su sexo como perdido e inconsciente de sí mismo. Yo
tenía miedo y permanecía en el baño hasta ver desaparecer su sombra por la rendija de la puerta
que él mismo mantenía abierta. Me daba miedo ir a cerrar la puerta, pues podría aprovechar para
apresarme. Preferí mantener distancia física de aquel cuadro que me producía asco y rechazo.
Durante este tiempo también, se introducía en el cuarto que compartí con Rafael, procedía a
separarme parte de la cobija de mi cuerpo, continuaba con manoseos y luego concluía
masturbándose. Yo me quedaba inmóvil y aterrorizada sin poder pronunciar palabras. Me decía que
no hiciera bulla para no despertar a Rafael, a quien tomaba como pretexto ante mi madre las veces
que se trasladaba a nuestro cuarto para cuidarlo, supuestamente, de sus crisis asmáticas. Durante
esos “cuidos” mi agresor hacía lo que ya ha sido relatado, y decía: “ya verás que con el tiempo, esto
te va a gustar”.
Mi madre, al intensificar sus acciones políticas, solicitó a mi tía Violeta se fuese a vivir con nosotros
a Costa Rica, donde compartimos cuarto. Ella regresaba muy tarde de la Universidad, y durante ese
segmento de tiempo, cuando mi madre dormía, él se cruzaba a mi cuarto.
Fue mi tía Violeta la que me recordó, que una vez vio a Daniel Ortega manosearme y tocar mis
partes genitales. Hasta hace poco recordé que también ponía en mi boca su pene.
En ese tiempo, mi agresor tenía 34 años de edad y yo once, lo que representaba una considerable
diferencia y ventaja de su parte; él era el compañero de mi madre, una figura política de mucha
importancia, mando y poder. Una persona muy dominante. Yo resentí de mi madre su lealtad a mi
agresor, yo sentía que siempre lo prefirió a él que a mí, sus atenciones y gestos de cariño siempre
eran para mi agresor. Él me inspiraba mucho miedo y no fui capaz de decirle a ella lo que estaba
viviendo y sufriendo, pues no sabía si me creería.
Mi tía Violeta me comentó años después, que en una ocasión discutió la situación con mi madre,
donde recibió como respuesta amenazas y presiones a fin de que guardara silencio.
Cuando se declaró la insurrección final de 1979, mi madre prefirió venirse con él a Nicaragua. Ella
no me hubiese creído nunca lo que Daniel Ortega estaba haciendo conmigo. Su preferencia era mi
agresor, de eso no tenía duda alguna. Mi mamá me hacía mucha falta y nunca hubiese querido que
se fuera, pero daba igual, pues aún estando ella en casa Daniel Ortega siempre me agredía.
Yo no entendía porqué él me tocaba, no entendía nada de la sexualidad en general, mucho menos
de la masculina. Para mí toda aquella situación era confusa, no entraba en mi cabeza el porqué el
compañero de mi madre hacía todo eso conmigo. Sin embargo, siempre tuve conciencia de su
posición de autoridad, de su imagen de superioridad que tenía en aquella casa, en su cuarto
estaban sus fotos, era dirigente, y escuchaba decir que era miembro de la Dirección Nacional, y que
podía llegar a ser Presidente de la Junta de Gobierno. Siempre tuve la imagen de que era muy
importante.
Para mí, el triunfo de la revolución significó reunirme con mis abuelos y tías. Fue alegre estar
nuevamente en Nicaragua, en una casa con condiciones materiales muy diferentes a las que tuve
anteriormente, fue como tener un mundo de juguetes. La nueva casa parecía prometer un ambiente
de familia. Yo nunca viví antes en un núcleo completo, es decir, hombre, mujer, hijos. Tenía la
esperanza de estar cerca de mi madre y de que quizás la situación cambiaría en relación a él. Creí
que por fin habría cariño y una nueva vida, sin secretos ni misterios, sin encierros ni silencios.
Nos trasladamos a la casa donde actualmente vive la Familia Ortega Murillo, por primera vez en mi
vida se me asignaba un cuarto propio, lo que para cualquier niña pudo haber sido motivo de buena
noticia, pero mis temores estaban latentes. A las pocas semanas, nuevamente el fantasma volvió a
rondar mi cuarto con rostro duro y sus gruesos anteojos; continuó sus masturbación, poniendo sobre
mi cuerpo una de sus manos frías y temblorosas. A la edad de 12 años que tenía entonces,
persistían las sensaciones de escalofríos, nauseas y temblores en mi quijada.
Como mecanismo de defensa ante mi agresor, inventé historias de miedo para no dormir sola,
efectivamente sufría de mucho miedo, las noches para mí se transformaron en algo que no deseaba,
cada vez que se acercaba la oscuridad me afligía y desesperaba. Necesitaba estar acompañada,
ya no soportaba estar sola, pero mi mamá insistía que debía acostumbrarme a dormir sola y cada
vez que yo retomaba el tema me regañaba. La verdad es que ni aún compartiendo cuarto con mi
hermano Rafael logré evitar su acoso, éste se mantuvo todo el tiempo con sus manoseos; de mi
parte, me hacía la dormida inútilmente, quedándome quieta boca abajo, buscando protegerme, por
eso, aprendí a dormir en esa posición. Dormía con las manos debajo de mi cuerpo, tapando mi
vagina; pensaba que así sus manoseos no me harían daño. Creí que el mostrarme ante él
inconsciente, no le permitiría obligarme a nada más. El miedo me llevó a encontrar esta manera de
protegerme sin asumir riesgos de confrontarle, a lo que le tuve mucho pánico.
A medida que fue avanzando, pervertidamente me indicaba que me moviera, que así sentiría rico.
“Te gusta, verdad”, me decía, mientras yo permanecía en absoluto silencio sin tener fuerzas para
gritar ni llamar a mi mamá. El miedo no me dejaba, sentía en la garganta resequedad, atorada y con
temblores. Su contacto me transmitían intensos fríos y malestares, me provocaba asco y me creía
sucia, muy sucia, pues sentía que un hombre al que rechazaba me ensuciaba toda. También, llegué
a sentir que yo me dejaba hacer eso del compañero de mi madre, pero si le decía, ella nunca me
creería. En esos años fue que comencé a bañarme muchas veces durante el día, para lavarme la
suciedad, repelía sus manoseos y su tacto frío.
Más adelante, las noches no fueron suficientes, también las tardes comenzaron a ser utilizadas para
sus propósitos. Él calculaba las horas de mis tiempos libres y cuando me encontraba sola en la
casa para atacarme. Después de los almuerzos, en el momento de regreso de mi madre a su
oficina y el impase de la llegada del colegio de mi hermano Rafael -quien siempre llegaba muy
tarde-, penetraba sin reparos al área donde hacía mis siestas en el sofá frente al televisor, hasta
donde se acercaba para manosear mis pechos, impidiendo cualquier intento de escapatoria de mi
parte.
A mis trece años (1980), incrementó sus llegadas a la casa en horas que bien sabía me encontraba
sola, mi mamá estaba en su trabajo y mi hermano Rafael en el colegio (hubo un tiempo que estudió
en Cuba). Cuando llegaba, con el pretexto de descansar, cerraba la casa, la que por su diseño
arquitectónico me aislaba completamente, sin poder acudir a las niñeras que cuidaban de mis
hermanos menores en la parte de adentro. Daniel Ortega había adecuado su horario para coincidir
conmigo en las horas en que la casa estaba sola.
Para este período, sus actos siempre los consumó cuando yo dormía, al despertarme no tenía
escapatoria. Lo sentía manoseándome y atrapándome la cabeza con sus piernas y brazos en el
extremo del sofá. Dormir se me volvió un martirio. Siempre me despertaba lo helado de sus manos,
en un estado de estimulación irracional que él fácilmente alcanzaba, sin atender ninguno de mis
reclamos.
En una ocasión que recuerdo muy bien, mientras dormía en el sofá y al despertar, él se encontraba
mirando un video pornográfico sin importarle mi edad y mi condición de hija de su compañera de
vida; en reiteradas oportunidades me mostró revistas Play Boy que yo rechazaba pero que me
obligaba a ver; también, me mostró un vibrador que intentó usar, pero no le funcionó. Él siempre
intentó despertar en mí algún tipo de sensación y placer, trató de pervertirme y me hizo objeto de su
depravación y manipulaciones de mi cuerpo de niña en tránsito a la adolescencia. Intentó explotar mi
sexualidad incipiente a fin de complacer sus instintos y vicios sexuales; de mi parte, siempre
encontró resistencia, rechazo, repulsión, asco y escalofríos.
Yo sentía miedo de ese hombre, él era el compañero de mi mamá, mi supuesto papá, sus
acercamiento hacia mí siempre llevaron una intencionalidad sexual, yo le tenía mucho miedo y no
encontraba en nadie a quien confiarle lo que me estaba sucediendo. Mi madre no me creería nunca,
así lo sentí siempre, a pesar de algunos intentos que hice luego me arrepentía, me faltó valor,
confianza y cariño de su parte.
Como parte de mis huidas en el interior de aquella casa, me arrimaba a dormir en el cuarto de las
trabajadores domésticas, hasta donde llegó en muchas ocasiones a buscarme para hacerme
regresar con su autoridad a mi cuarto. Recuerdo, que mi madre me regañaba por ser “miedosa”,
cuando me quedaba a dormir en la alfombra del cuarto de mi hermano.
Mis primeros problemas de salud empezaron con nauseas, vómitos que de momento no tenían
explicaciones, pero que con el tiempo se fueron complicando. Ante estas nuevas manifestaciones, a
mi hermano y a mí nos brindó atenciones personales y protección; siempre se mostró pendiente de
nosotros, de nuestra salud y de nuestras clases, pero su insistencia y acoso continuó, nunca se
detuvo, por el contrario, avanzó a establecer controles sobre mis actividades personales, haciendo
constantes llamadas telefónicas para saber si ya había regresado del colegio, o si me encontraba
en casa, a como según él debía ser. Desde entonces, empecé a sentirme muy vigilada y controlada
por él. Ya no eran solamente sus pesquisas durante mis baños, sus manoseos a mi cuerpo ni sus
sistemáticas insinuaciones sexuales. Ahora se trataba del control sobre mí.
Alicia Romero, llegó a mi vida en 1980, para cuando fue contratada por mi madre. Inmediatamente,
la concebí como una opción de defensa, de verdadera protección a mi persona. Yo me sentía muy
sola, confundida por no saber que hacer e indefensa ante él. Fue a ella que, poco a poco, le enteré
de las cosas que me estaban sucediendo desde entonces, al menos encontré a alguien con quien
hablar, en mucho sustituyó a mi madre, al menos para darme la compañía y el cariño que
necesitaba. Muchas veces corrí a su cuarto en busca de protección, de abrazo. Dormir sola para mí
era algo tormentoso, sentía que me seguían sombras por todo el cuarto; sin embargo, mi madre
nunca permitió que durmiera acompañada. Recuerdo, que a la media noche me dirigía al cuarto de
mi hermano o al de Alicia para no estar sola y regresaba nuevamente al mío, en horas de la
madrugada para que mi mamá no se enterara. Daniel Ortega sabía de mis huidas, él me perseguía
y daba conmigo, según donde estuviera me hacía regresar a mi cuarto o me dejaba tranquila. En el
cuarto de Alicia siempre busqué refugio, un lugarcito donde sentirme segura. Él nunca sospechó
que estos ratos con ella me permitieron desahogarme y que ella acompañaba mi sufrimiento. Él no
previó que yo le contara a ella, de lo contrario nunca hubiese permitido el acercamiento.
Cuando intenté enllavar mi cuarto resultó inútil, pues abría la puerta con punzones, desarmadores y
cuchillos; no sé cómo lo lograba, pero siempre penetraba en mi cuarto, no tenía forma de
impedírselo, me sentía indefensa. Llegué, también inútilmente, a ubicar obstáculos (sillas, el tocador,
etc.) detrás de la puerta pero no lograba nada, ahí estaba adentro como un fantasma omnipresente
tras de mí todo el tiempo. Me preguntaba insistentemente qué era aquello, porqué a mí me sucedían
esas cosas, refugiándome en mis sábanas, acostada temblaba en mi cama, y él agrediendo mi
cuerpo con sus movimientos. Yo sentía la necesidad de escapar, de irme lejos, de no ver nada de lo
que aquel hombre hacía, de pronto me sentía lejos, como en un agujero vacío y oscuro, donde me
observaba sola, llorando y temblando.
Semanas antes de la Cruzada Nacional de Alfabetización, intensificó sus abusos durante horas del
día. Recuerdo, que él hizo un hoyo en la puerta del baño para observarme, yo me enllavaba más por
miedo que por intimidad. El hoyo que hizo lo ocultó con un afiche, al descubrirlo intenté taparlo con
tape y otras cosas pero fue difícil. Fue entonces que opté bañarme con camiseta y con ropa interior
puestas. Sentía mucha vergüenza y miedo de que al verme desnuda me agrediera directamente.
La vigilancia y el control se perfeccionaron con distorsionadas actitudes de padre y manipulaciones
de todo tipo. Las llamadas telefónicas preguntando sobre mi paradero se volvieron sistemáticas;
durante los paseos y comidas familiares me inhibía con sus miradas sobre mí. Parte de su sistema
contra mí fueron sus atenciones y la satisfacción de mis necesidades, lo que le permitió un tipo de
acercamiento paterno, pero sin cesar su abuso deshonesto. En sus ambivalencias de padre
abusador, siempre estuvo ahí, para acosarme, manosearme, vigilarme y espiar a mis amistades.
Llegué a entender que no tenía derecho a tener amigos ni amigas, muy escasas personas me
visitaron durante el período que permanecí en aquella casa.
Anteriormente, dije algo sobre manifestaciones de daño en mi salud. Progresivamente se fueron
presentando crisis de salivación excesiva y de ahogo, el aliento se me escapaba, la respiración se
me hacía difícil. A pesar que personas cercanas me preguntaban sobre mis reacciones y estado, no
revelaba lo que me estaba pasando, en parte por que no sabía que estas cosas eran consecuencia
de lo que estaba viviendo, y en parte también, porque la confianza la tenía resquebrajada a esa
corta edad. La verdad sólo yo la conocía, aunque no estuviera muy bien enterada de las
afectaciones que en mi salud estaban ocasionando.
Recuerdo que en una ocasión busqué a mi madre para que me diese algo, logrando tan sólo un
comentario de que el asunto era nervioso y que sabía bien las causas. Seguidamente, la escuché
discutir violentamente con Daniel Ortega, a quien le confirmó “yo ya sé lo que está pasando… ¡sos
un enfermo!”. Sin embargo, de nada valió esa discusión, pues al día siguiente las cosas volvieron a
suceder como si nada. No sé si llegarían a algo, pero evidentemente, si él se comprometió a no
insistir y molestarme no cumplió su palabra, y si negó todo lo que le dijera mi madre, pues en su
mentira continuó abusando de mí y burlándose de ella.
Después de sus reuniones y fiestas de adultos, cuando todos ya estaban ebrios y mi madre sin
condiciones de escuchar gritos ni llantos, él procedía con sus prácticas ya señaladas.
Me empecé a sentir rechazada por mi madre, cuando por mi estado físico o conducta me ofendía,
recriminando mi “cara de víctima”, la que según ella, molestaba y amargaba a todo el mundo; decía
que mi tristeza y aislamiento contagiaba a toda la familia. Ella criticó mis encierros en la biblioteca,
acusándome de pretender hacer creer de lo esforzada que era; criticó mi timidez calificándome de
amargada. Ella siempre juzgó de manera negativa mi forma de vestir, mi peso, mis gestos, estaba
criticándome todo el tiempo. Sus pretextos para regañarme iban en aumento y me ponía en
vergüenza ante los demás. Fueron por estas actitudes que me alejé de ella. La sentí tan lejana, a
pesar de ser mi madre, la sentí como ser extraño.
Cuando Daniel Ortega notaba mi tristeza por el maltrato recibido de mi madre, se acercaba
diciéndome que ella era histérica y rencorosa; a su vez, me recomendaba no hacerle caso, que en
cualquier cosa contara con él. Fue así que cuando necesité algo, en vez de pedírselo a ella, de quien
seguramente recibiría ofensas y mal trato, mejor se lo solicitaba a él. Esta nueva situación me
generó mucho sentimiento de culpa, pues sentía que aceptaba cosas de manos de mi agresor, pero
en realidad las necesitaba. También, llegué a sentir mucha confusión, pues la persona a quien temía
y me dañaba, se portaba supuestamente atenta conmigo, tratando de satisfacer mis necesidades.
Los meses de la Cruzada Nacional de Alfabetización fueron de reposo, pero pasaron muy pronto y
tuve que regresar. Durante estos meses, recuerdo que Daniel llegó a visitarme sin mi mamá, yo me
escondí inútilmente, pues mis compañeras de escuadra me obligaron, inocentes de todo, a recibirlo.
El mismo día de mi regreso de la Cruzada Nacional de Alfabetización, me recibió con frases como
esta: “… ya tenes chichas. Volviste muy bien, ya echaste nalgas…”. Para esa fecha ya tenía amigas,
pero él se encargó de intervenir todas y cada una de mis relaciones de amistad. Mostró exacerbado
interés de conocerlas, preguntó sobre sus hábitos, niveles de confiabilidad y procuró hacia ellas
tratos amables. Me interrogaba sobre la posibilidad de lesbianismo de mis amigas y me acusaba
de una posible atracción hacia eso. A algunas de ellas les confié la persecución de la que era objeto
de parte de Daniel Ortega, quienes me dieron razones ingenuas de que tal vez se tratase de un
padre muy celoso. Una de ellas, que quizás logró intuir lo que en verdad deseé decir, expresó que
en las telenovelas sucedían cosas similares.
Intenté tener novio en el colegio. Llegué a tener uno, de quién temí le llegase a suceder algo malo y
al final rompí con la relación. Yo nunca logré sentirme bien con las escasas relaciones de amistad
con muchachos, mucho menos con aquellos que me atraían de manera especial, pues me sentía
sucia, marcada y culpable por lo que sucedía en la casa. Yo, algo debía hacer y no podía. Me sentía
culpable de no poder. Pensé que los hombres me rechazarían, asumía mi fealdad tal y como mi
madre me la inculcaba y restregaba constantemente; no creí merecer amor por todo lo que en mí
estaba ocurriendo. Me daba vergüenza y miedo pensar que otras personas supiesen todo. El mundo
para mí fue mi encierro, mi tristeza y mi soledad. El dolor sólo yo lo estaba sintiendo, pero qué
costoso estaba resultando aguantarlo, llevarlo de la manera que lo estaba haciendo, con mis
palabras en el vacío y la oscuridad.
Nunca tuve con Daniel Ortega una relación de confianza, ésta fue muy superficial, aunque para mí
era el padre, el jefe de hogar y lo traté siempre de USTED. Los temas de conversación
generalmente eran en público y propios de la formalidad padre-hija; aquellos temas eran relativos al
colegio. Las conversaciones en común se fueron disminuyendo considerablemente, yo evadí su
presencia la mayor cantidad de veces. Me era difícil disimular mis emociones de vergüenza, tristeza
y rechazo. Mi madre, más de una vez, me llamó la atención por no demostrarle afecto en público.
En la medida en que se intensificó el abuso me fue cada vez más difícil. Sus juegos y manoseos
sexuales se fueron incrementando, se volvieron cada vez más lesivos. De mi parte, estaba sumida al
miedo, a mi horror a la noche y a la oscuridad, a mi temblores y visiones de sombras rondando mi
cuarto. El asco fue creciendo y mi sentimiento de impotencia también, todo fue silencio excepto
Alicia, la única persona que me escuchó en todo ese período.
Empecé desde entonces a ser un ser silencioso y ensimismado.
III. De los 15 a los 18 años: Violación continuada
Desde Costa Rica vino fraguando la violación y la apropiación de mí, nadie podía detenerlo,
siempre se encargó de aparentar lo contrario de lo que en realidad fue conmigo; no lo detuvo nada,
los esfuerzos de mi tía Violeta fueron vanos y aquel débil reclamo de mi madre. A pesar de las
sospechas de personas que le rodeaban, no se atrevieron a tocarle el tema ni a sugerirle nada. Él
fue y sigue siendo un hombre de mucho poder en este país.
Daniel Ortega Saavedra me violó en el año de 1982. No recuerdo con exactitud el día, pero sí los
hechos. Fue en mi cuarto, tirada en la alfombra por él mismo, donde no solamente me manoseó sino
que con agresividad y bruscos movimientos me dañó, sentí mucho dolor y un frío intenso. Lloré y
sentí nauseas. Todo aquel acto fue forzado, yo no lo deseé nunca, no fue de mi agrado ni
consentimiento, eso lo juro por mi abuelita a quien tengo presente. Mi voluntad ya había sido vencida
por él. El eyaculó sobre mi cuerpo para no correr riesgos de embarazos, y así continuó haciéndolo
durante repetidas veces; mi boca, mis piernas y pechos fueron las zonas donde más acostumbró
echar su semen, pese a mi asco y repugnancia. Él ensució mi cuerpo, lo utilizó a como quiso sin
importarle lo que yo sintiera o pensara. Lo más importante fue su placer, de mi dolor hizo caso
omiso.
Desde entonces, para mí la vida tuvo un significado doloroso. Las noches fueron mucho más
temerarias, sus pasos los escuchabas en el pasillo con su uniforme militar, recuerdo clarito el verde
olivo y los laureles bordados en su uniforme aún cuando él no se encontrara en el país. Su imagen
invadía toda aquella casa y me acechaba constantemente, el terror fue una situación permanente en
el ambiente que habité, sintiéndome cada vez más impotente. Llegué a sentir que era mi dueño y
temí mucho la reacción de mi madre si le llegaba a contar lo sucedido, estaba convencida de que no
me creería, por eso preferí callar. Para mi madre Daniel Ortega llegó a significar todo.
Sí, me llegué a sentir posesionada por él, por lo cual sería rechazada y culpada por todo el mundo. A
mí nunca me creerían -a cuenta de qué, si era chavala y él les representaba muchos ideales-.
Evidentemente, todas esas personas han estado equivocadas, no conocen lo que en verdad es.
En este período continué sintiendo que mi madre no me quería y me debatí en un mundo de mucha
negatividad, inseguridad e incertidumbre, no llegué a pensar en mí en tanto mis deseos y
aspiraciones, sino en tanto el animalito que estaba cautivo en aquella casa, de quien hacía uso y
abuso el hombre que suponía ser mi padre. Razones para callar las tuve desde mi propia realidad y
temores, ¿a quién acudir?. Me confundí tanto que lo llegué a considerar indispensable para mis
necesidades y protección en aquel ámbito solitario, lo poco que pude haber recibido de aquella
casa fue lo que él me ofreció a costa de mi silencio y sumisión. Su total apoyo fue garantizado
mientras mi mansedumbre durara y me mostrara en todo momento dispuesta a ser objeto de sus
placeres sexuales.
En el último trimestre de 1982 me movilicé en una brigada de corte de café. No duré todo el período
porque tuve una severa crisis nerviosa con fuertes dolores de cabeza, asfixia, vómitos y parálisis en
las caderas y piernas que obligaron mi regreso temprano. El médico que me asistió diagnosticó
causas sicosomáticas, yo no supe en ese entonces qué significaba aquello, adquirí conciencia de la
dimensión del daño varios años después.
A pesar de haber cumplido el tratamiento indicado, las crisis continuaron. Mis encierros en el baño
fueron más frecuentes, no deseé escuchar los regaños de mi madre porque no lograba
sobreponerme, afirmaba que era cosa mía. Semanas después, Daniel Ortega empezó a
suministrarme pastillas tranquilizantes (valium) a escondidas de mi mamá, argumentando que con
ellas no necesitaría nuevos contactos médicos. Con esas dosis de pastillas transcurrí un buen
tiempo, él, personalmente, me las aseguraba.
Al año siguiente (1983), me cambié de colegio por vergüenza de mi enfermedad y de mi regreso
temprano de la jornada de corte. No deseaba que nadie se enterara de lo que me sucedió. Fue
entonces que ingresé al Instituto Experimental México, donde incrementé mi participación política y
se afianza mi conciencia y compromiso revolucionario.
Cuando empecé mis actividades en la Juventud Sandinista 19 de Julio, recuerdo perfectamente que
Daniel Ortega se ofrecía para ayudarme a realizar algunas tareas que me encomendaban, orientaba
a sus secretarias confeccionar tickets de kermes, pasar informes en limpios, entre otras asuntos. Él
siempre se mostró dispuesto a ayudarme en mis actividades, buscó distintas formas para
acercarse a mí, para lograr concretar sus intenciones, tal y como sucedió cuando me hizo pasar a su
oficina personal, donde también abusó de mí.
Es a partir de mi incorporación política que Daniel Ortega vincula sus actos en mi contra, en el
contexto político del país y de la Revolución Sandinista. Me decía insistentemente que yo contribuía a
su estabilidad emocional ante la supuesta frialdad de mi mamá. Así me lo hizo creer y Ante mí,
constantemente la descalificaba en su rol de compañera de vida, promoviendo en mí una imagen
distorsionada. Su Chantaje llegó a tal punto que me provocó lástima y un sentido de obligación
moral.
Él construyó justificaciones a su conducta, bajo el argumento de que yo, mediante la consumación
del acto sexual, le proporcionaba estabilidad emocional, aunque mi respuesta fuese de total
pasividad, y por ende, no existiera ningún tipo de intercambio, comunicación ni afecto.
Él pensaba que alguien tan ocupado sólo necesitaba sexo y que yo era la indicada a dárselo. Él me
manipuló y me concibió como objeto sexual de un líder que se lo merecía todo. Así fue que sucedió
durante seis años, haciéndome creer que con mi sacrificio aportaba y protegía a la Revolución, por
eso para mí no fue tan importante el valor y la estima propia, todo lo que él hacía en mí era por la
Revolución. Llegué a sentir en mis hombros el insoportable y torturante peso de ésta.
Daniel Ortega decía que yo estaba emocialmente muy mal, que no podía trabajar y me chantajeaba
afirmando que cualquier decisión mía afectaba su persona y a la Revolución, que solamente yo le
daba tranquilidad de espíritu y así podía cumplir mejor con los altos deberes para los cuales lo citó la
historia. En diferentes momentos, me afirmó que la felicidad no existe, que la vida es un valle de
amarguras y que debía aprender a vivir con lo que él me daba, porque nunca tendría algo más que
eso. Buscar la felicidad para uno, en su concepto, es un acto egoísta y ponerse por encima de la
Revolución.
Cuando empecé a realizar actividades estudiantiles y políticas fuera de la casa, ya contaba con mis
quince años cumplidos. Las medidas de seguridad -mejor dicho, de control- se incrementaron
considerablemente. Fue notorio que éstas se exacerbaron más en mí que en cualquier otro miembro
de mi familia e hijos de otros dirigentes. Él me asignó un chofer y escoltas que en ocasiones me
ayudaron a burlar los horarios y sus medidas; éste fue un intento de evitar mi vinculación con
muchachos o amigos.
Daniel Ortega, personalmente, interrogaba a los conductores sobre las actividades que yo
realizaba, creo que en el fondo temía en la posibilidad de que intimara con alguien y les confiara mi
situación, o que bien, a través de mis relaciones políticas y sociales adquiriera conciencia de la
gravedad de los hechos a los que él me estaba sometiendo y el daño personal que me causaba.
Llegué a creer que mi sacrificio realmente aportaba a la Revolución. Sin embargo, nunca estuve
consciente de los altos costos que esto traía para mi desarrollo individual.
Ahora, consciente y en pleno conocimiento del daño y de las secuelas, entiendo que durante mi
adolescencia generé mecanismos de evasión que limitaron el desarrollo de mi propia conciencia,
busqué formas de escape, de olvido de la vida que tenía, pero era imposible, mi cabeza era un
rodeo de imágenes y fantasmas. La dimensión del daño lo entendí varios años después, siempre fui
una joven enfermiza, débil. Daniel Ortega siempre pretendió mi encierro, nunca deseó mi
crecimiento personal y sicológico, mi despertar. Me mantuvo por muchos años en el oscurantismo
sobre la vida y sobre mí misma, me desplazaba en un mundo muy limitado y restringido. Él es el
culpable de la destrucción de mi adolescencia y juventud. Los daños en mi cuerpo y en mi mente han
tenido consecuencias irreparables.
En esta etapa, Daniel Ortega esperaba mi regreso de clases todas las tardes en la casa. Recuerdo,
que intenté varias veces quedarme en el Colegio con la excusa de participar en reuniones, pero
orientaba al Puesto de Mando localizarme vía telefónica. Una vez en casa, la escena se repetía una
y otra vez.
El acto sexual siempre siguió los mismos patrones de agresividad. En varias ocasiones logré que
no me quitara la ropa para no sentirme desnuda. Me atemorizaba mucho la prolongación de las
sesiones con la puerta bajo llave, tenía que persuadirlo de que me dejara en paz, pero él continuaba
hasta satisfacerse completamente.
Durante aquellos actos cerraba los ojos, no quería verlo desnudo o semi-desnudo. Por esa razón, no
conozco partes de su cuerpo, pues me resultaba asqueroso. Mis ojos cerrados fueron una especie
de valla de protección mental, aunque mi cuerpo estuviese siendo violado continuamente. En la
oscuridad interior logré soportar todos aquellos bruscos e hirientes movimientos. Para mí eran,
sencillamente, inexplicables aquellos actos y actitudes hacia mí.
Sus prácticas sexuales, haciendo uso de mí, las realizó en sillas, haciendo posiciones extrañas y me
obligaba a decirle frases obscenas a fin de excitarlo o realizar sus propias fantasías, las que nunca
fueron mías pues lo que viví fue un infierno. En su vulgaridad y morbosidad, me hacía repetir insultos
en mi contra u obligarme a responderle afirmativamente a las siguientes preguntas: “¿Verdad que
sos puta?, ¿verdad que te gusta que te pegue?, ¿te gustaría hacerlo con dos penes?”, etc.
Daniel Ortega me infundió temores hacia mi madre. Me chantajeaba diciéndome que ella sabía todo
lo que pasaba y que su rechazo hacia mí era para siempre. Mi madre, según él, jamás me
perdonaría. Por otro lado, la indiferencia y el maltrato de ella deterioró mucho la comunicación entre
las dos.
Las supuestas atenciones de mi agresor fueron en ascenso, incluso, en cosas que me hicieron creer
que se trataba de algún tipo de afecto, aunque persistieron las lesiones a mi cuerpo y mi salud
mental, eso me causaba tremendas confusiones. En él siempre hubo una actitud obsesiva a grados
tales de hacerme poemas y cartas donde reiteraba sus mensajes de chantajes afectivos, insistía en
decirme hablarme de su supuesto amor por mí, hizo múltiples llamadas telefónicas desde el exterior
y me traía regalos especiales al regreso de sus viajes, y según él, dedicó tiempo para cultivarme,
compensando así, seguramente, su daño. Mi confusión fue tremenda, no sabía qué significaba
Daniel Ortega en mi vida, porque además de seguro agresor, de momentos se comportaba como
protector, lo miraba como líder político, sentía asco por su vulgaridad, y no sé que más. Lo que es
peor aún, llegué a sentir que era la única persona que atendía mis necesidades humanas, pero a la
vez me concebía su propiedad personal y estuve sometida a sus designios.
También me dio interpretaciones míticas de lo que estaba viviendo. Me decía que la vida me había
conducido hacia él, después de tantos años de lucha, como una especie de premio y que esas
condiciones difíciles eran parte de mi destino. Él buscó formas de deformación de mi dolor y
sufrimiento, trató de justificar sus actos violentos y lo adjudicó a algo predestinado. Me decía que en
mis ojos se notaba mi predestinación hacia él, quien me daba al fin y al cabo amor, aunque éste
fuese a como era.
Me fue imposible buscar ayuda en mis familiares maternos, pues la política los dividió. Mi abuelito
fue confiscado por la Revolución y mis tías se separaron de mi madre por razones que desconozco.
Esta situación me agregaba mayor inseguridad, pensé que podrían rechazarme por los problemas
que tenían con mi mamá. Confiar en otras personas era algo imposible, quizás por mi propia
vergüenza y miedo.
A lo único que me atreví a compartir con algunas profesoras fueron los problemas con mi madre,
pero nunca dije los motivos reales. Y fue en este momento de extrema necesidad de amistad y
compañía que conocí a Ana Clemencia, quien desde entonces ha sido para mí una gran amiga y
soporte importante a lo largo de muchos años.
Mi madre continuó teniendo evidencias de los actos de Daniel Ortega y del deterioro de mi
personalidad. En 1983 habló conmigo, diciéndome que le estaba arruinando su vida y la de mis
hermanos, me propuso que me fuera a Cuba. Ella me estaba culpando de la situación y su solución
era irme al exterior -a una especie de exilio- para que Daniel Ortega me dejara en paz y yo, a su vez,
dejara en paz a ella y a la familia. Resultó que YO era el problema de la familia. Para mi madre,
aquella relación era con mi consentimiento, lo que en verdad nunca ocurrió; yo fui objeto de
violaciones, abusos y agresiones permanentemente en su propia casa por Daniel Ortega. Tuve
mucho temor de irme a Cuba, pues sentí que lo haría bajo condiciones de abandono y expulsión de
mi familia. También me sentí muy frágil, y tal como sucedió cuando fui a la primera jornada de corte
de café, mi salud sucumbió y me quebranté ante imágenes, malestares emocionales y físicos,
manifestaciones de tristeza, angustias y feos recuerdos. Mis traumas y debilidades eran cada vez
mayores. Pensaba que si me iba a Cuba me enfermaría y que perdería a mi familia. Daniel Ortega
me decía que mi madre se vengaría de por vida de mí, dado que siempre ha sido rencorosa y de
esta forma se deshacía de mí. No tuve más remedio que el silencio, pero dentro de mí un mar de
contradicciones y suposiciones me invadieron. No acepté irme, tuve terror de caer enferma y no
poder decir lo que en verdad me ocurría, no poder decir las cosas que sucedían en mi cabeza.
El decaimiento y la depresión fueron mi constante, mis actividades sociales se circunscribieron a las
actividades políticas, los círculos de amigos me los negué o fueron frustrados. No me atreví a
establecer relaciones de amistad por temor al rechazo, por la suciedad que sentí. Mis dolores de
cabeza se intensificaron, a lo que él justificaba como producto de mis actividades políticas y los
estudios, me instaba a resistirlos por ser un asunto de conciencia, y me ponía ejemplos de otros
líderes.
La discriminación de mi madre llegó hasta desvalorizar mi participación política, decía que mi
objetivo era llamar la atención de Daniel Ortega y competir con ella. Su rechazo continuó hasta el
punto de presionarme para que me trasladara a vivir a la casa vecina y así, según ella, librarnos
todos del conflicto. Entendí en sus presiones rechazo y desprotección hacia mí, pues me estaba
asumiendo como el problema en su relación con Daniel Ortega. Desde su óptica yo era la
responsable de toda aquella situación.
Finalmente, sintiéndome rechazada y presionada me trasladé a la casa contigua a la que
habitamos, convirtiéndome en la vecina de mi propia familia. Esta casa se comunica con la otra a
través de un pasadizo, lo que fue perfecto para mi agresor, pues se le facilitaban sus cruzadas
cuando lo deseaba sin vigilancia externa. En esta casa dormían las trabajadoras domésticas, yo viví
ese tiempo entre ellas, cruzándome también de cuartos en busca de protección. Mis necesidades
alimenticias y de servicios fueron desatendidas por instrucciones de mi madre, fue un castigo.
Prohibió que me pasaran comidas, dejó de abastecerme de ropa y suspendió toda comunicación
conmigo, no me dirigía la palabra para nada. Cuando deseaba ver a mis hermanitos tenía que
hacerlo a escondidas, en horas que ella no se encontrara a fin de no provocarle molestias, o bien,
que no me sorprendiera en las entradas y salidas. Alicia muchas veces me los llevó a escondidas a
la otra casa para estar un rato con ello.
Las trabajadoras domésticas trataron de ayudarme, sentían mucha lástima. Ellas se arriesgaron a
darme de comer a escondidas, las instrucción de mi madre fueron terminantes. A veces mi madre
me vestía con la misma ropa que les compraba a las trabajadoras. De esta situación fue conocedor
Daniel Ortega, quien solicitó de forma sigilosa a las trabajadoras que me suministraran alimentos
con mucha prudencia; luego, me facilitó dinero para que contratara a una empleada particular. Él, de
alguna manera, se había constituido en la única persona que mostró preocupación por atender mis
necesidades materiales.
Mi adolescencia y los primeros años de mi juventud, los concluí marcada por las secuelas de seis
años de agresión y acoso. Mi familia no estaba siendo mi familia, me convertí en un ser solitario,
cautivo y triste. Mi situación era lamentable, estaba seriamente afectada y mi crecimiento sicológico
no fue normal. Las diversas crisis nerviosas que enfrenté me hicieron muy frágil, con profundas
depresiones y vulnerabilidad. A mis quince años no tenía conciencia de mí misma, el concepto
auto-estima lo desconocía, nadie nunca me habló de ello.
En estos años, mi historia se resumió en ser el objeto sexual que Daniel Ortega usó para
satisfacerse, que con atenciones y manipulaciones me hizo ser muy dependiente de él, a pesar de
mi dolor y rechazo. Yo nunca quise esa situación para mí, pero no sé cómo la viví y traté de
sobrevivir, quizás sin proponérmelo.
En dos benditas ocasiones participé en jornadas completas de cortes de café en las haciendas de
Matagalpa, gracias al apoyo que siempre me brindaron mis amigas más cercanas. Él, al menos
cada dos semanas, buscó la forma de llegar a Matagalpa y a escondidas de mi madre me visitaba
o me mandaba a traer con sus agentes de seguridad, quienes me llevaban a la casa de protocolo
de Matagalpa. Recuerdo que en una ocasión me hizo venir a Managua, sólo porque él así lo deseó y
usar mi cuerpo.
Durante ese tiempo mi agresor montó todo un cerco de seguridad en torno mío. Las veces que yo
salí a los cortes de café, por lo menos me hizo acompañar de cinco escoltas, más el jefe. Su
propósito fue mantenerme aislada de los demás jóvenes, por esa razón siempre dormía aparte,
retirada de mi escuadra. Solamente dos o tres amigas podían estar cercanas a mí, a las que dedicó
atención especial cultivando una especie de lealtad hacia él, pues creo que intuyó que sospechaban
de mi situación. A como fue normal entre las brigadistas, yo no recibí ningún tipo de avituallamiento
de mi madre, fue Alicia quien me preparó los paquetitos y me los enviaba con él o mis amigas hasta
donde me encontraba; a mi madre yo no le importé.
Daniel Ortega, haciendo uso de su gran poder, intensificó su morbo y fantasía sexuales usándome.
Recuerdo que en uno de mis regresos de los períodos de movilización, filmó el momento de una de
tantas y continuadas copulaciones no deseadas, luego me obligó a que viéramos el video juntos,
como una segunda tanda de placer para él. Después de este nuevo ingrediente a sus aberraciones,
me forzó a hacer el acto sexual con él en presencia de terceros; también comenzó a utilizar objetos,
a golpearme, a comprarme ropa interior que lo estimulara y me obligó a practicarle sexo oral con
mucho maltrato. En muchas ocasiones se propuso hacer el sexo contra natura, lo que de alguna
forma logré impedírselo, no sé cómo, pero se lo impedí. Me obligó a pronunciar palabras y frases
soeces para excitarse. Una vez avanzado el tiempo de continuados abusos y violaciones, estiló
hacer estas prácticas en la biblioteca, en los pasillos de la actual casa de la familia Ortega Murillo, la
sala donde estaba el televisor (frente a la cocina), en las áreas de lavandería, en el gimnasio y en la
casa donde mi mamá me mandó a vivir (adjunta a la principal). Todos estos actos fueron a
escondidas.
A los dieciocho años me gradué de bachiller en el Instituto Experimental México, en diciembre de
1985.
IV. De los 19 a los 23 años: Intensificación del abuso e intentos de escapar
Cuando cumplí mis diecinueve años, las actividades que me distraían eran las que realizaba en la
Juventud Sandinista, donde se encontraban mis amigos. Fuera de la casa no me sentí segura, pues
mis males fueron en aumento, emocionalmente estuve muy quebrantada, las jaquecas desde meses
atrás me atacaban constantemente, sufrí sonambulismo, bulimia y reiteradas y profundas
depresiones. Creí volverme loca.
Los lugares públicos y el grupo para mí fueron negados desde cuando Daniel Ortega se propuso
poseerme. Mis amigos me reclamaban mi falta de sociabilidad y pensaron que era cuestión de
distinción y falta de humildad al no departir con ello. A la fecha, esta situación no está totalmente
superada.
A la edad de diecinueve años, con prolongados abusos y agresiones sexuales, permanecí en
cautiverio sufriendo constantes daños físicos, morales y síquicos; reitero que emocionalmente
estaba quebrantada, sentía que mi madre no me amaba y no llegué a creer en la estima que otras
personas tenían para conmigo. Paradójicamente, la casa fue como un obligado refugio, pues en
definitivas entendí que allí se encontraba mi “protector”, que con seguridad me indicaba la dosis de
píldoras que debía tomar para eliminar mis jaquecas y depresiones. Fue él, en verdad, que no me
permitió ingerir más de una dosis por temor a que yo pudiese cometer una locura.
Al comenzar el año 1986 sufrí de una crisis de salud muy severa, que me impidió ingresar a la
Universidad. Ésta consistió en intensos y frecuentes dolores de cabeza, mareos y malestares
gastro-intestinales que me indujeron al uso abusivo de laxantes para limpiarme. También hacía uso
de las píldoras tranquilizantes que mi agresor me suministraba pero que ya no surtía el mismo
efecto, entonces procedí a hacer mezclas de varios tipo de píldoras para sentirme aliviada
momentáneamente. A pesar de mi precario estado de salud él no cesó en sus agresiones sexuales.
El chequeo médico vino cuando las cefaleas fueron cada vez más fuertes y fulminantes, a grado
tales que paralizó mi actividad intelectual casi por completo y me impidió llevar una vida normal. Los
diferentes tipos de exámenes que me practicaron (electroencefalograma, oftalmológicos, etc.), tanto
en Cuba como en Nicaragua, concluyeron que mis problemas eran de tipo sicosomáticos.
Preocupada por la continuidad de mis estudios, me preocupé por primera vez de mi estado físico y
acudí con mayor decisión al médico, a quien le confié lo que me estaba sucediendo y lo que había
sido de mi corta vida. Quizás fue éste el primer intento que hice para huir de todo aquello. Durante
varios meses recibí atención médica para superar mis problemas gastro-intestinal e intentar
desarrollar una terapia sicológica.
El Médico que me atendía, fue objeto de muchas presiones hasta ser obligado a entregar mi
expediente clínico a asistentes personales de Daniel Ortega, además de montarle toda una trama
en su contra para evitar contacto conmigo. De mi precario estado de salud, se dijo públicamente
que era producto de un agotamiento físico, mental y emocional, derivado de la confluencia de
actividades políticas y académicas.
La enfermedad agudizó mi aislamiento, la ausencia de madre, hermanos y amigos fue evidente. Mis
propios dolores de cabeza eran causa de mi estado de aislamiento casi total, recuerdo que Ana
Clemencia cuando en una ocasión me visitó tuvo que marcharse porque de pronto me volvió el mal
que no me permitió sostener conversación.
Mi aislamiento por mi condición de salud fue tal, que hubieron días que sólo tuve contacto humano
con mi agresor y con Alicia; el primero, en condiciones forzadas y en función de sus satisfacciones;
y la segunda, se acercaba para darme compañía en los momentos libres que tenía en el cuido de
mis hermanitos. Daniel Ortega llegó a llamarme por teléfono hasta cada dos horas, y a veces en
menor tiempo para conocer de mi estado de salud, mostrando una supuesta preocupación, siendo
él mismo el causante de mi estado.
Siempre estuve sola, cercada, sitiada. Daniel Ortega llegó a ubicarse como la única persona con
quien tenía la posibilidad de sentirme protegida y segura en términos de mi estado de salud. El
sabía qué hacer con mi salud, según llegué a pensar. Hubo momentos en que sentí tanto miedo a las
crisis nerviosas que prefería estar cerca de él a pesar de sus vicios y brusquedades, lo importante
para mí fue saber qué hacer a la hora de mis depresiones y angustias que me hacían sentir morir.
Fue una constante tortura.
Realmente, en mí privó un sentimiento de dependencia. Él llegó a ser una especie de persona
omnipresente y todopoderosa, era mi única opción posible, y a la vez, el ser del que más deseaba
liberarme. Obviamente, Daniel Ortega fue creando ambientes y situaciones favorables a él para
ubicarme en una relación de extrema dependencia y respeto político, el grado fue tal, que llegué a
creer que solamente él era conocedor de mis estados emocionales y quien sabía perfectamente el
tipo de medicamento o píldora a suministrarme.
En el más soberano irrespeto a mi estado, Daniel Ortega empeoró sus prácticas sexuales conmigo
buscando lugares de mayores riesgos, me citaba en la oscuridad de la cocina, a media noche o en
horas de la madrugada, me hizo caminar sin ropa por los rincones, moverme de diferentes maneras
buscando su excitación. Llegó, en un momento determinado, a utilizar objetos contundentes y a
proponerme introducirlos en mi vagina.
Me trató peor que a una mujer que vende su cuerpo. Siempre se refirió a mí ordenándome sobre
cómo ubicarme para su mayor satisfacción, me insultaba con palabras vulgares y morbosas.
Siempre ordenó y no tuve valor ni fuerza necesaria para resistirme.
Viví temiendo ser encontrada por alguien en la casa, viví pendiente de esto todo el tiempo; por un
lado deseé escapar definitivamente, y por otro, me dio miedo que se conociera la verdad para no
ser rechazada ni odiada. A él siempre lo observé tranquilo, sin preocuparle nada de estas cosas
que yo pensaba y sentía.
Deseando huir de la situación insostenible en que me encontraba, decidí realizar estudios de inglés
en Inglaterra, constituyéndose además en una segundo gesto de preocupación por mí, pues además
de pensar en mi superación académica, pensé en la oportunidad que se me presentaba para
escapar de aquel áspero mundo. Sin embargo, el intento fue fallido, pues Daniel Ortega se encargó
de llamar telefónicamente todos los días, sin importarles horarios, fue igual una llamada a las 3 de la
madrugada que a cualquier otra hora. No logré estar fuera de su alcance.
Las llamadas telefónicas fueron un recursos que utilizó con bastante frecuencia cuando no era
posible el contacto físico, en ellas me pedía que le recordara escenas de las prácticas sexuales
para excitarse y masturbarse. El teléfono llegó a significar para mí un objeto que llegué a temer, del
que sentí rechazo. Estas llamadas las hizo a teléfonos públicos de la Escuela en Inglaterra, lo que
me provocó tensiones, claustrofobia, angustias, desesperaciones y miedo a un país desconocido, a
un ambiente distinto; entonces, a los quince días tuve que regresar a Nicaragua.
Durante toda mi estancia en Inglaterra, una joven de Seguridad personal me acompañó a solicitud
de mi agresor. Yo confié en ella, creo que necesitaba confiar en alguien. En lo que pudo me ayudó
mucho.
Una vez de regreso, se acentuó la sensación de no tener escapatorias ni varios miles de kilómetros
de Nicaragua, estaba fuera del alcance de la persecución y el acoso. Pensé que tenía que
resignarme al fin.
En este período, más que ningún otro, llegué a creer con mayores fuerzas que mi destino era
soportar aquella vida, sus aberraciones. Me preguntaba sobre la certeza de la supuesta estabilidad
emocional que le daba y del rol que, según él, yo tenía en la revolución: ser su objeto sexual
disponible permanentemente. Ese era, pues, mi aporte a la revolución, según debía interpretar. De
esa manera no sólo me interné en el silencio, sino que obligó a estar sumergida en su
descomposición y corrupción desde el poder.
Mi madre, días después de mi regreso de Inglaterra, se sensibilizó – eso creí- de mis problemas de
salud e intentó ayudarme, me brindó la posibilidad de colaborar con las actividades logísticas de su
oficina, en la Asociación de Trabajadores de la Cultura (Abril 1986), lo que me permitió tenerla
cercana y conocer sus grandes cualidades como artista y profesional. Disfruté mucho acompañarla
en sus reuniones, compartir jornadas de ejercicios físicos; por primera vez en la vida mi madre me
valoraba y por lo menos me hizo creer que se sentía orgullosa de mi trabajo.
La vigilancia se reforzó ante mi momentánea salida de su área de control e influencia -me
encontraba trabajando en la ASTC-. Cada vez que a él se le hizo difícil localizarme, procedía a
formular interrogatorios sobre posibles relaciones con otros hombres, inventando escenarios y
tramas que eran parte de su excitación.
Desde los once años me sentí vigilada, desde entonces conocí el espionaje. Viví en un permanente
estado de sitio.
Hacia los hombres desarrollé temor, no me gustó sostener con ellos ningún tipo de contacto físico,
no aceptaba siquiera como saludo un beso en la mejilla, detesté el licor y no me gustaban los
cumplidos a mis atributos físicos. Toda alusión a mi cuerpo la tomaba como ofensa, pues lo que
recibí siempre fue morbosidad. Por esa razón, nunca me sentí a gusto en círculos o actividades
social-recreativas. Evidentemente, Daniel Ortega había logrado mi inhibición y ensimismamiento,
pues para mí, él era el prototipo de los hombres y no deseé que nadie me hiciese más daño. Pensé
que los hombres sólo sabían de morbo. No conocía un hombre que me tuviese carino sin intenciones
sexuales, él no me permitió establecer ni profundizar relación con algún hombre. Mi temor a él se
trasladó a todos los hombres, y fue como no querer recibir más daño.
En una ocasión, mi propia madre impidió relaciones de amistad con posibilidades a noviazgo,
cuando advirtió a un amigo con quien tuve mucha identificación y afinidad, diciéndole: “ahí no te
metas, no te conviene… vas a hacerte daño”. Exactamente no sé si se refirió al cerco que tenía
montado sobre mí Daniel Ortega, o, a mi actitud respecto a él.
Yo no he logrado entender el porqué mi madre aparentó una actitud de resignación ante la posesión
que sobre mí tenía su compañero de vida.
Los intentos de vínculo afectivo con mi madre se vieron frustrados, pues para mí resultó difícil ser
usada por Daniel Ortega sistemáticamente en la biblioteca de la casa y en su oficina, y luego
compartir tiempo de trabajo o de intercambio materno-filial. Hay que recordar, que de ella solamente
tenía las referencias de prepotente, agresiva e impositiva que él mismo me inculcó. Sinceramente,
llegué a admirar su trabajo y a tenerle aprecio, por lo que hice esfuerzos por evitar situaciones
desagradables, como ejemplo que se manifestara algo que dejara entrever la situación que sobre
mí imponía su compañero. Hubo momento que fingí estados de ánimos, que oculté situaciones y
nunca me permití pedirle ayuda por falta de confianza. Estaba segura que si volvía a mencionar el
asunto, de alguna manera me culparía y me castigaría. Sí, tuve miedo a perderla de nuevo, aunque la
recuperación no había sido total. Mi aislamiento y soledad continuó siendo la constante de mi vida.
Fue Daniel quien me obligó a suspender mis labores en la ASTC (inicios de 1987), diciendo que mi
madre empezaría a tratarme mal y a vengarse con ofensas, que esa buena relación no duraría
mucho. Nuevamente cedí ante las presiones de mi agresor, le informé a mi madre mi decisión de
retirarme de su oficina, a la que reaccionó con resentimiento y rechazo, pues pensó y reiteró el viejo
argumento de que yo mantenía una relación voluntaria con Daniel Ortega y me retiraba de la ASTC
para reiniciarla. Creo, que de alguna manera pensó, que tenerme cerca de ella me protegía y me
mantenía alejada de mi agresor. Ninguna de las dos se atrevió a abordar el asunto de manera clara
y contundente, ya habían pasado cinco años desde la última alusión sobre el asunto. Ambas
estábamos siendo silenciadas por el poder de Daniel Ortega y sus vicios.
La cercanía con mi madre duró apenas 7 meses. Esa fue la primera y única oportunidad que ambas
tuvimos, al menos en el ámbito de una relación laboral. Como resultado inmediato de mi retiro
retomó las posiciones de antes, dejó de comunicarse conmigo totalmente y volví a sentir su
lacerante indiferencia.
En este período cumplí mi mayoría de edad, quizás por eso recibí un trato que fue más allá de
cualquier consideración a mi condición de mujer, mi dignidad fue más severamente lesionada con
sus exasperantes prácticas sexuales. Sus atrevimientos llegaron a grados tales, que no le importó
citarme a la Casa de Gobierno, en el lugar de descanso de su despacho, e intentar ahí mismo
sostener relaciones en presencia de terceros, obligándome a ingerir licor para vencer la vergüenza y
la timidez.
A nivel social, todavía mantuve un marco de relaciones restringidas, pues debía compartimentación
y secreto para beneficio de la revolución, según me decía. Él continuó alimentando mis miedos y
dependencia.
Cuando estuve totalmente dependiente, yo misma, a veces, requería llamarle ante la inminencia de
una nueva crisis de salud, o bien, pedirle autorización para participar en algún asunto especial de la
Juventud Sandinista. Mi agresor llamaba constantemente a la casa para controlar mis entradas y
salidas o saber de mi paradero cuando no me encontraba en casa. Llegué a tener dos tipos de
conducta e interacción con él: la primera, durante sus prácticas sexuales donde yo no hablaba,
solamente recibía órdenes; y la segunda, cuando me llamaba por teléfono asumiendo su papel de
protector, de líder, de padre. Siempre lo miré como si representaba a dos personas en una, eso
alimentó mis confusiones.
Para desahogarme hacía ejercicios constantemente. No he visitado a la fecha una discoteca. Yo
continuaba siendo un objeto sexual de él.
En este período, logré expresarle por primera vez mis sufrimientos, le reclamé por sus ultrajes en
sus prácticas sexuales, a lo que reaccionó calificándome de lesbiana por no gustarme lo que me
hacía y enseñaba, para luego abundar en explicaciones persuasivas, tales como: mi destino era
ese, mi vida no era perfecta, que debía agradecer a la vida ciertos privilegios y que la fatalidad la
llevaba escrita en mis ojos.
Fue en 1986 que intenté huir de la casa y de sus imposiciones brutales e injustas, pero ésta no duró
mucho porque me obligó a regresar nuevamente. En esta ocasión estuve dos días donde una amiga
y luego donde mi tía Violeta, también le solicité apoyo a mi mamá, atendiendo sus sugerencias de
irme lejos, pero no lo hizo, más bien dijo que procediera por mi propia cuenta.
Daniel Ortega emprendió una secreta pero intensa búsqueda de mi persona, encabezada por mi
hermano Rafael con el apoyo de escoltas. Éste me ubicó en casa de una amiga y a pesar de mi
negativa, finalmente comprendí que mi amiga corría riesgos por el hecho de refugiar a la hija del
Presidente de la República de Nicaragua.
Busqué hablar con un amigo cercano a mi agresor, para persuadirle que me dejara vivir en otro
lugar y hacer mi vida. Esta persona sólo pudo ofrecerme un local donde habitar. Una vez trasladada
a ese lugar, la persecución continuó.
De sus labios salieron argumentos como estos: “te quiero a ti no a tu mamá, pero el costo político
de que esto se sepa sería enorme”, tratando de convencerme de que lo suyo era amor y que por ello
debía sentirme orgullosa. Siempre me trabajó la mente para asumir una complicidad natural, sin que
me cuestionara su traición a mi madre ni su inmoralidad.
Nuevamente regresé a la casa vecina de la familia Ortega Murillo. Mi madre envió al mismo cuarto
que ocupé a un menor, hijo de una las trabajadoras domésticas, lo que no impidió su presencia a fin
de tocar mi cuerpo y ordenarme seguirlo. Cuando no era posible, me llamaba por teléfono
orientándome ir a la biblioteca, a la sala cuando estaba vacía, al área cercana a la lavandería,
obligándome a tener relaciones en escritorios, en el piso, en muebles o dónde se le ocurría. A veces
me indicaba que me apareciera sin ropa interior.
Daniel Ortega conoció de mi participación en actividades políticas fuera de Managua, mandó a sus
escoltas por mí y me llevaron a la casa de protocolo de la Comandancia General del Ejército, y bajo
el pretexto de que se sentía sumamente deprimido procedió una vez más a usar mi cuerpo.
En varias ocasiones, mi madre supo de los encierros en la biblioteca, dirigiéndose al lugar y
emprendiéndola a golpes y patadas contra la puerta, desde afuera gritaba que sabía quiénes nos
encontrábamos allí. Él me lanzaba por la ventana que comunica con la casa vecina que estaba
habitando, y por ese lado lograba escapar. Recuerdo claramente los minutos prolongados de
taquicardia y el pánico ante la posibilidad de ser golpeada por mi madre. De aquella situación me
sentía culpable porque imaginaba lo humillante que también para mi madre representaba aquella
situación, aunque me considerara parte del problema. Ambas estábamos siendo víctimas.
Escapar por una ventana me hizo sentir delincuente y sucia. Fue denigrante huir a veces con la ropa
interior en mis manos. Estuve sometida a realizar relaciones sexuales forzosas y a estar bajo
presión constante por estar haciendo algo escondido y la posibilidad de ser descubiertos por mi
mamá.
Así fue también durante las campañas electorales (1984 y 1990), me indicaba que estuviera
despierta a su regreso en horas de la madrugada para lo mismo. Yo debía estar siempre lista y
dispuesta a trasladarme a la biblioteca o que en algún rincón del cuarto o el baño, en una silla, para
no ser advertido por el niño que dormía conmigo, proceder a abusar sexualmente de mi y ponerme
de la manera que él deseara. Muchas veces sentí que de no hacerlo estaba faltando a mi obligación.
Sí, era una especie de venadito amarrado a expensas del amo o su dueño. Los malestares
continuaban y se profundizaban. Durante todo este tiempo mi agresor acostumbró el uso de
preservativos.
En un intento de presionarme públicamente, mi madre confió a un familiar cercano que por mi culpa
Daniel Ortega se estaba alejando de ella. Esta persona la emprendió contra mí, me culpabilizó y me
pidió dejar de hacer daño. Definitivamente, ya me sentía rechazada por todo el mundo y hasta por mí
misma.
V. 1986 – 1990: La escapatoria instintiva, agudización del abuso, desarrollo de fortalezas mínimas
En 1986, teniendo diecinueve años de edad, de los cuales ocho eran de abusos en mi contra, fui
adoptada como hija de Daniel Ortega Saavedra con el consentimiento de mi madre. Días después,
él me dijo que ese acto debía significar un vínculo parecido al del matrimonio. Esa adopción era un
enlace, una forma de casamiento; es decir, que llevaba su apellido no por ser hija de él, sino por ser
su objeto sexual.
A mis veinte años de edad continué cautiva y profundamente sola y aislada. A pesar de haber
pasado ya tanto tiempo, nadie sospechaba (tal parece) de las anomalías en aquella casa, nadie
preguntó sobre mis llegadas a la Casa de Gobierno a altas horas de la noche, las compañeras del
servicio viendo el rechazo de mi madre no me preguntaban nada, tal parecía que nadie,
absolutamente nadie, se extrañaba de mi encierro. Pero estoy segura que varias personas
estuvieron al tanto del asunto.
En 1987 intenté de nuevo ingresar a la Universidad, en la facultad de sociología, carrera por la que
me sentí inclinada y la que ahora es mi profesión. Al poco tiempo, también me vi obligada a
retirarme por mis padecimientos de salud. Una vez más se detuvo mi proceso de formación
académica por su causa.
Mi situación de salud fue cada vez más insostenible, mis crisis continuaron, el sonambulismo se
agravó a extremos que se producía todas las noches. Las domésticas, los agentes de seguridad y el
mismo Daniel Ortega me encontraron en varios ocasiones rondando en las afueras e interiores de la
casa. Esto sucedía a intervalos de dos horas durante las noches y horas de siesta los fines de
semanas.
Por muchos años me dio vergüenza reconocer que era sonámbula, pero la situación llegó a tal
extremo que me decidí a confiárselo a mi madre, después de dos años y de sentirme muy agotada,
esperé ayuda de su parte. Durante un viaje común de la familia a México, a pesar del temor de mi
agresor, ella me envió a un sicólogo con la finalidad de diagnosticar las causas de mi
sonambulismo, a lo que el médico concluyó que dado la normalidad de las actividades
inconscientes que realizaba en mi estado sonámbulo, la situación era reflejo de la necesidad interior
de liberarme de cosas que me estaban afectando, era el nacimiento de otra personalidad que
surgía en las noches para tener otra vida y ser libre.
Para superar mis secuelas, y particularmente mi sonambulismo, fui tratada con hipnosis, tratamiento
para epilépticos, etc. Durante las sesiones de hipnosis, hice esfuerzos por no concentrarme para
evitar decir la verdad, pues estaba bajo amenaza permanente.
En relación a la bulimia, sentí una necesidad de llenar con comida mis vacíos personales (cariño,
apoyo y protección), posteriormente me provocaba defecar o vomitar en grandes cantidades para
limpiar mi cuerpo interior de la suciedad que a diario sentía. En esta etapa subí demasiado de peso
y manifesté problemas musculares.
Mis crisis depresivas se tornaron mucho más severas. Ante la inminencia de éstas buscaba a mi
agresor con el propósito de que me enviara las píldoras acostumbradas. El miedo a mis crisis y la
necesidad de la píldoras, me convirtieron en un ser altamente dependiente de él. Recuerdo que
cada vez que se me presentaban las crisis no permití que otras personas me observaran y me
encerraba. Cuando se me presentaron problemas más serios, Daniel Ortega me instruyó sobre las
salas cercanas al lugar donde la Dirección Nacional efectuaba sus sesiones (edificio conocido
como La Secretaría), para que cuando necesitara de las píldoras lo localizara con facilidad, o bien,
enviara un mensaje a través de una joven de seguridad personal.
Yo no tuve, realmente, oportunidad de una atención médica seria y sistemática, porque siempre se
argumentó la no conveniencia “por problemas de confiabilidad política”.
Mi agresor, en un intento de buscar formas de estabilizarme emocionalmente, logró ubicarme
laboralmente en el Equipo de Apoyo de la Secretaría General del Ministerio de Relaciones
Exteriores (Junio 1987), en ese momento el Secretario General era Alejandro Bendaña. Para
laborar en condiciones semiestables tuve que ingerir dosis altas de pastillas suministradas por el
propio Daniel Ortega.
Estando en la Cancillería, me matriculé en un curso de Relaciones Internacionales impartido por el
Instituto Superior de Relaciones Internacionales de la Cancillería Cubana, el que logré finalizar con
plus esfuerzo; durante este período se despertó mi voluntad y fuerza interior para enfrentar con
mayor determinación mi oprobiosa situación. Despertaron también, nuevos intereses profesionales,
los que se convirtieron en motivaciones importantes en mi vida, pues aprendí a apreciar mis
cualidades académicas dado las buenas notas adquiridas y elevé un tanto mi auto-estima.
Obviamente, mi desempeño laboral me ayudó mucho a identificar nuevas facetas de mí y a elevar
mis niveles de conciencia de lo que Daniel Ortega destruyó de mi vida. En la cancillería aprendí
mucho, desarrollé aptitudes y capacidades que ni yo misma pensé poseerlas. Fue ésta la segunda
oportunidad laboral que tuve, pero la primera en que se desarrolló fuera del ámbito familiar, donde
comencé a establecer vínculos con diversas personas, aunque siempre con la presencia sistemática
y casi cotidiana de mi agresor por la relación con sus funciones de Presidente de la República y la
actividad internacional de la Revolución.
Fue en este ministerio que comencé a adquirir una determinada conciencia crítica sobre los errores
o anomalías de la Revolución, gracias a las posiciones que compañeros de trabajo (todos
sandinistas) tenían al respecto de temas o decisiones tomadas. También, comencé a escuchar
comentarios y cuestionamientos sobre actitudes y formas de vida de altos dirigentes de la
Revolución, problemas referidos a la ética y a la moral.
Para mí, una joven sandinista con formación partidaria y víctima de abusos y agresiones, aquellas
críticas fueron una especie de puerta para empujarme hacia perspectivas diferentes sobre todo lo
que implicaba la Revolución. Comencé entonces a reconocer muchas cosas que antes no fui capaz
de observar ni entender. Comprendí que todo lo que Daniel Ortega practicó en mí estaba vinculado
a los cuestionamiento de carácter ético y de honestidad personal que enfatizaron los compañeros
de trabajo. Por primera vez se me generaba un conflicto de conciencia.
Fue en 1987 que conocí los rostros de la Revolución: el rostro místico y mítico proyectado a la
membresía a través de la educación política; y, el rostro de la realidad de las prácticas de poder
desde las instituciones estatales, donde se manifestaron actitudes de corrupción y deshonestidades
que nada tenían que ver con lo que se predicaba a las bases del sandinismo.
Todas las anomalías observadas en el Ministerio de Relaciones Exteriores me llevaron a revisar mi
propio entorno, y comprendí que muchas de éstas y las críticas escuchadas, de alguna forma tenían
que ver con mi realidad familiar. Esto fue determinante para una toma de conciencia mucho más
crítica, mi propia revalorización, descubrir que la Revolución no era perfecta y que yo era parte de
ese sistema de poder.
Lo anterior, reforzó mi tendencia manifestada desde 1984, durante la campaña electoral, de
excluirme de la vida pública familiar. Cada vez que se referían a mí como la hija de mi agresor, me
provocaba repulsión porque sentía que reafirmaban la posesión de éste sobre mí. No quería
participar de la MENTIRA de aparentar la familia perfecta, cuando en verdad viví un calvario de
aberraciones provocadas por el propio jefe de aquel hogar, fui su víctima de años. Prueba de lo que
estoy diciendo, es que no existen muchas fotos ni tomas de televisión que reflejen una supuesta
unidad y normalidad familiar, mucha gente ni siquiera sabía de mi existencia; no participé en
ninguna campaña electoral de 1990, que yo recuerde.
Mi vida afectiva estaba reducida a estar segura dentro del corral y de la trampa que desde niña
armó Daniel Ortega. Se me chantajeó haciendo uso de mi conciencia sandinista, con la importancia
de proteger la imagen del dirigente y de mi obligación respecto a él.
Para esta época mi reacción al contacto físico corporal empeoró. No me gustó dar la mano al
saludar ni mucho menos que se me diera el habitual beso en la mejilla. Era arisca. Detesté los
abrazos o cualquier otra forma de manifestación de afecto que tuviese que ver con contacto físico.
Sentía que todo eso era malo, cualquier roce en mi cuerpo me era lesivo y peor aún si venía de un
hombre. Dar confianza a otra persona era motivo de temor, el que otra persona me pudiese hacer
daño fue un horror que siempre se antepuso a cualquier motivación de carácter afectivo.
La repulsión que sentía al hablar con personas era producto de los actos consecutivos de mentiras
que tuve que asumir para ocultar una verdad. Hasta cierto punto no solamente viví acuartelada
producto de las férreas medidas de seguridad que sobre mí se impusieron, sino de hasta de mis
propios temores y restricciones. ¡Estuve atrapada!. La vergüenza hacia mi cuerpo fue tal, que no usé
vestidos que descubrieran o reflejaran partes de mi cuerpo; no usé pantaloncillos ni faldas cortas,
me sentía marcada, como si todos verían en mí las huellas de aquellos vejámenes. Siempre procuré
estar totalmente cubierta.
En el MINEX tuve que enfrentarme a algunos retos: ejercer mi naciente capacidad profesional y
académica, convivir en un medio social complejo y conocer la otra cara de la Revolución. Fue en
este ministerio donde comencé a desarrollar un ámbito y círculo propio.
El hecho de haber incursionado este nuevo ámbito, separado totalmente de la casa, agudizaron en
mí algunas contradicciones internas en relación a las prácticas de Daniel Ortega. El empezar a ser
yo también una persona pública y tener esta doble vida llegó a chocarme mucho, sobretodo porque
aquellas prácticas fueron cada más agresivas, más violentas.
Por las apariencias ante el mundo de ser una familia unida y plenamente normal, se me persuadió y
me vi obligada a participar de algunos viajes oficiales del Presidente de la República -es decir, mi
agresor-, entre los cuales estuvieron los realizados a las Naciones Unidas. Esto representó para mí
harto difícil, pues tuve que aparecer junto a él, mi madre y hermanos; mi madre, quien no me dirigía
la palabra, asumió todo el tiempo durante estos viajes, una actitud de indiferencia total e hiriente,
incluso, los vestidos que usé fueron aquellos que ya no le eran útiles, lo que siempre me hizo sentir
incómoda y desagradable.
Mientras Daniel Ortega me usó como basura, mi madre me trató como desecho. Fue una doble
humillación humana. Los tratos fueron similares, aunque en diferentes ámbitos y manifestaciones.
Durante estos viajes a los que me refiero, cuando mi madre estaba fuera de los hoteles, me
mandaba a llamar y me obligaba a sostener relaciones sexuales en los closets de las habitaciones
donde siempre ubicaba una silla por temor a que se encontrara alguna cámara espía. Esto me
aterraba aún más por la posibilidad de ser descubierto en un país ajeno.
Cuando comencé a participar con mayor aceleración en actividades sociales y públicas, mi agresor
se preocupó por mis contactos con un cúmulo de personas, pues eso representaba una exposición
muy seria a confidencias que no eran posibles. Esta situación lo obligó a incrementar, aún más, sus
medidas de seguridad y someterme a extensos interrogatorios telefónicos y nocturnos para
asegurar mi silencio; cuando me quedada horas extras en la oficina procedía a llamar
insistentemente. Para este tiempo yo empecé a rechazar las llamadas, y cuando no respondía utilizó
pretextos para visitar la oficina del Canciller para luego, dirigirse intespestivamente hacia donde me
encontraba y verificar mi presencia. Empecé a sentirme perseguida.
Durante mi tiempo de trabajo en el MINEX, estuve rodeada de cuatro compañeras, quienes me
llegaron a tener mucho cariño y comprensión; pero sobre todo, para mí fue reconfortante que por
gestiones que emprendí se ubicara a mi amiga Ana Clemencia, quien intuía más claramente mis
sufrimientos.
He de decir, que en la medida que profundicé mis relaciones de amistad con mis compañeras, fui
invirtiendo más tiempo en ellas, y hasta llegamos a compartir muchas horas en la casa. Daniel
Ortega, excediéndose más allá de lo que en mí ya practicaba, llegó a presionarme para que ellas
accedieran a sostener contactos sexuales conmigo, a fin de observar y excitarse, lo que no permití
en ningún momento.
A Daniel Ortega no le llegó a importar su imagen ante mis amigas, pues comenzó hacia ellas
también un nivel primario de insinuaciones que las atemorizaba a pesar de la lealtad que él mismo
inculcaba. Sus arrebatos sexuales ya estaban llegando más lejos. Por lo que busqué personalmente
formas de protegerlas y alejarlas de sus posibles atrevimientos.
Mis amigas Ana Clemencia (1983), Aída y Aleyda (1987), me ayudaron a que las puertas del mundo
exterior se me abrieran con mucha solidaridad, fraternidad y confianza. Éstas, aún continúan muy
cerca de mí, ayudándome a cada instante a superar mis secuelas y temores. Fueron ellas que
quitando tiempo a sus familias me dedicaron horas de compañía y protección ante los acechos de
mi agresor, reiterándome constantemente mi valía como persona y de la importancia del respeto y el
cariño. Me hicieron ver el mundo de otra forma.
Cuando yo recibía estas visitas, Daniel Ortega comenzaba a fraguar sus nuevas artimañas para de
alguna forma afectar y aprovecharse de aquel círculo de amistad; cada vez que se presentaba llevó
licor, lo que me pareció extraño porque bien sabía que yo no tomaba ni tenía tendencias hacia ello.
En una ocasión, cuando él calculaba que alguna de ellas se propasaba de tragos, instaba a roces y
movimientos a fin de llegar a concretar fantasía sexuales, lo que no lograba, pero una vez estimulado
procedía a llamarme y a practicar lo que se le ocurría en el momento en los lugares habituales.
Me insinuó en varios ocasiones, desde los primeros momentos de su acoso y abusos, a sostener
relaciones sexuales con personas de mi mismo sexo; me decía que a mí no me gustaban los
hombres y que en mí observaba inclinaciones hacia el lesbianismo. Esto me lo decía cada vez que
yo no respondía a como él deseaba a sus ímpetus y manejos sexuales, lo que no me provocaron
placer, sino todo lo contrario, dolor y amargura.
En varias ocasiones, mientras me encontraba en reuniones en el ministerio, se le ocurría mandar a
llamarme de urgencia para acudir hasta donde él se encontrara y proceder a lo mismo, diciéndome
que en ese momento tenía tiempo y que me necesitaba.
Fue durante este tiempo que recibí de su parte, mayores presiones para aceptar la presencia de
terceros en sus prácticas donde ya utilizaba objetos. Obviamente para realizar estas prácticas él
necesitó sacarme de la casa. Fue este el momento en que me citaba en un lugar que construyó en la
casa de gobierno. Recuerdo que hubo alguien a quien acudí en busca de ayuda, que me sugirió
soportara la cruz de mi vida, que la debía cargar con resignación. Según esta persona, me
correspondía a mí, velar por la imagen y estabilidad del estadista, referirse al respecto significaba
dañar la imagen del líder y con ello afectar gravemente a la Revolución, lo que se debía entender
como la misma cosa.
Cuando mi madre llegó a pasar más tiempo en la casa, yo era citada a su oficina en el momento
que dispusiera, incluso, a altas horas de la noche, dejando entreabierta la puerta para que sus
agentes cercanos y de más confianza lo vieran, éstos siempre fueron leales y cómplices.
En varias ocasiones me propuso sostener prácticas con la participación directa de otros hombres y
mujeres. Una vez acudí engañada a un llamado donde apareció otra persona; el asunto fue, en
realidad, para obligarme a realizar otra práctica sexual, ahora con otro hombre convocado por él. Yo
cerré los ojos todo el tiempo y seguí las instrucciones que Daniel Ortega me daba. Él, desde una
silla daba indicaciones de cómo proceder. Apresuró incluso las cosas. Ante mi negativa, él mismo
me quitó bruscamente la ropa y empujó al otro participante a abusar de mí, ésta persona fue dirigida
en sus ejecuciones por él. Sentí miedo y vergüenza. Ambos procedieron… Después de lo sucedido
resulté con problemas de salud que requirieron de una inmediata atención médica. Previo a esta
práctica a la que me obligó Daniel Ortega me dio licor “para que me aventara”. Después de esta
ocasión no hubo otra porque logré burlas sus trampas.
Esa práctica aberrante, humillante, lesiva y asquerosa fue una de las últimas cosas que me
demostró de lo que era capaz de hacer en mi contra, temí que me hiciera mucho daño. Para este
tiempo, ya practicaba la relación sexual propinándome fuertes y dolorosos golpes que parecían
excitarlo en demasía; me obligó a describir escenas imaginarias con personas de mi círculo
amistoso para alcanzar el mismo objetivo, ya fuesen hombres o mujeres.
En este período (Abril 1989) se me presentó la posibilidad de una beca para estudiar inglés en
Londres por la Universidad Centroamericana, la que duró tres meses. Daniel Ortega continuó
llamando dos veces al día durante ese lapso de tiempo, lo que por supuesto, fue muy notorio por la
familia inglesa donde residí. Él llegó a grados tales, que organizó un viaje a Inglaterra para visitarme
donde estaba alojada y con pretextos bien montados procedió a abusar nuevamente de mí.
El apoyo que desde Nicaragua recibí de mis amigas y Alejandro me permitieron soportar el período
y los momentos difíciles que pasé en esa nación. Si bien tuve fuertes crisis, esta vez logré
desarrollar mecanismos para enfrentarlas y mantenerme en clases. Esta vez y como algo positivo
para mi auto-estima, logré finalizar el curso de Inglés.
La derrota electoral de 1990 y su impacto político en todos los sandinistas, definitivamente incidió
en mi situación de cautiverio. En este período continué estando sola y abandonada por mi familia.
En este mismo año se me descubrió un tumor en mi pierna derecha y tuve que viajar a México a
operarme (Mayo 1990) sin la compañía de nadie, mi madre no me brindó el apoyo necesario ante
una cirugía delicada y de resultados riesgosos. Una vez allá, una tía materna, que reside en España,
fue la única que después de algunos días llegó a acompañarme. Al regresar a Nicaragua aún
convaleciente, permanecí en silla de ruedas en la casa de las trabajadoras domésticas.
Fue durante este período (Septiembre 1990) que mi madre durante un incidente y una crisis
nerviosa me expulsa de la casa a la media noche, bajo lluvia y en estado de salud delicado, aún no
me reponía totalmente de la operación de la pierna, caminé apoyada en muletas y enyesada. Daniel
Ortega meses antes y previendo este desenlace, decidió asignarme una casa que pudiese utilizar a
una situación de este tipo, mi madre me arrojó de la casa con lujo de violencia. También, argumentó
al asignarme la casa que si mi madre moría no de dejaría nada. Es a esta casa donde precisamente
me mudo.
De parte de mi madre fue una segunda acción de absoluto rechazo a mi persona. Esta vez sentí sus
deseos de hacerme daño, pues me lanzaba a la calle enferma, recién operada. Sentí ser tratado
como un ser que no salió de su vientre.
Entonces, para mí, esta nueva situación significó un nuevo reto: llevar una vida independiente,
siempre sola, pero alejada de aquel complejo lleno de terrores para mí.
VI. De los 23 a los 30 años (1990 – 1997)
El incidente violento con mi madre y sus posteriores reacciones viscerales, fueron razones
suficientes para que Daniel Ortega no intentase hacerme regresar al complejo habitacional de la
familia Ortega Murillo.
Viviendo en la casa de Bolonia, su insistencia continuó. Me llamaba para establecer horas en las
que podía llegar, poniéndome nerviosa. Continuó insistiendo en sus mecanismos de control.
El 5 de Octubre de 1991 contraje matrimonio con Alejandro Bendaña. Daniel Ortega no ocultó su
desacuerdo, pero al mismo tiempo consideró, según dijo con mucho cinismo, que yo podía
satisfacer mis necesidades de vida pública con alguien, tener vida de pareja e hijos, pero sentenció
que yo le pertenecía y que su vínculo conmigo era indisoluble. Con ello quedaba en evidencia que
con su autorización el matrimonio funcionaría.
Daniel Ortega nunca respetó mi matrimonio ni la militancia ni condición de asesor de Alejandro. Me
afirmó que las razones que me unían a él -mi agresor- eran divinas. Nuevamente la fatalidad se
apoderaba de mí y la impotencia me consumía, aunque me sentía a salvo al menos físicamente,
porque sus incursiones a mi cuerpo ya no eran posible. Sin embargo, continuó el acoso a través de
llamadas telefónicas vulgares, obscenas y amenazantes. No quise dar muestras de estados de
ánimos y nuevas depresiones por temor a que Alejandro me abandonara.
Durante todo el tiempo que estuve casada, el acoso de Daniel Ortega se mantuvo a través del
teléfono todos los días, hasta espaciarlas por mi negativa de contestar sus llamadas. En éstas recibí
insinuaciones sexuales de todo tipo; muchas veces me exigió que le comentara detalles de mis
relaciones sexuales con Alejandro, por las noches me preguntaba si haría el amor y me pedía que
dejara el teléfono descolgado para escuchar. Muchas llamadas nocturnas no fueron contestadas por
mí, descolgar el teléfono en el fondo fue un síntoma de temor a enfrentarlo. Fue como un permanente
estado de sitio. Generalmente, al dormir se me venían crisis depresivas.
Lo frecuente, persistente y obsesivo de estas llamadas me afectaron mucho. Sus insinuaciones
sexuales eran totalmente pervertidas y el que me las hiciera a mí aunque fuera por teléfono, me
ofendían mucho. Me insistía en la posibilidad de sostener relaciones sexuales entre los tres, es
decir, entre él, Alejandro y yo, que le diera licor para que accediera. Dijo que él no participaría
activamente, que solamente nos observaría. También me sugirió que filmara para luego vernos, a
Alejandro y a mí, en video.
Luego vinieron aquellas llamadas durante las cuales se masturbaba, recordándome escenas
pasadas con él. Volvía a sentir nauseas al escuchar su pedregosa respiración. Cuando él pedía que
yo respondiera, le contestaba -evadiéndolo- que me encontraba entre gente, a lo que me sugería
que me trasladara a otro teléfono para volver a llamar, a la que yo ya no levantaba.
Todas estas circunstancias, hicieron que durante el primer año de matrimonio enfrentara crisis
depresivas severas, temores nocturnos, claustrofobia, no podía estar sola en ningún lugar. Su
persecución me mantuvieron en constante situación de escape. Mi frustración fue evidente cuanto en
determinado momento me sentí atrapada, nuevamente dentro del cerco que había tendido desde
hace muchos años. Decidí entonces, iniciar un proceso terapéutico y de atención profesional,
reservándome aún la verdadera causa de mi situación, no así los síntomas ni problemas de
adaptación en mi relación matrimonial.
Llegué a tener dos vidas: la de mujer casada y la de presa de Daniel Ortega. Tuve miedo de andar
en las calles, solamente me sentí segura en mi casa donde levantamos un muro para evitar sus
acechos y atrevimientos.
Gracias a la terapia superé la dependencia a los fármacos, a los que tanto me acostumbró él.
Desarrollé formas de controlar las fobias. Luego de superadas algunas cosas, no volví a mencionar
la historia a Alejandro. Sentía vergüenza e inseguridad por lo vivido.
Durante las salidas de Alejandro al exterior, Daniel Ortega insistía en llamar y citarme a la Secretaría
bajo cualquier pretexto, a las que no acudía. Su acoso se intensificaba durante las ausencias de mi
marido, por esa razón oculté siempre toda información sobre algunos de sus viajes y le acompañé
en muchas ocasiones.
Cuando me negaba al teléfono por varios días, inventó excusas para hablar con Alejandro y una vez
concluida su plática, solicitaba comunicarse conmigo, lo que me obligó a confiarle a éste lo que
recientemente estaba sucediendo, bajo nuestro matrimonio, sin embargo, nos inmovilizó su poder
político y el respeto malentendido y protección al líder de nuestro partido.
Llegué a sentir temor, nuevamente, al repique del teléfono. Al inicio no quise decirles nada a las
trabajadoras de mi casa y compañeras de oficina, me sentía aún en obligación de proteger su
imagen, pero finalmente me decidí. Muchas veces fingí la voz para evadirlo.
Los viajes que emprendimos juntos Alejandro y yo fueron un mecanismo que desarrollamos para
evadirlo, para escapar y protegernos.
De pronto llamaba a la oficina, donde mis compañeros de trabajo en el entendido que se trataba de
asuntos de trabajo, le proporcionaban los teléfonos donde nos localizábamos en el exterior; sus
llamadas eran para lo mismo, con los mismos contenidos que ya he venido apuntando. Recuerdo
que para cuando decidimos residir por varios meses en Chicago, Estados Unidos, sus llamadas
fueron bastantes frecuentes. Se convirtió en un fantasma en mi vida. Nunca pasaba más de dos
semanas sin llamar. Recibí llamadas de él desde Medio Oriente, Europa, La Habana, etc..
Mi participación política se vio extremadamente limitada por sus incidencias sobre mí, cuando
intenté colaborar con el Foro de Sao Paulo, Daniel Ortega me mandaba a llamar desde cualquier
habitación del Hotel en que se realizaba la reunión, por lo que opté por retirarme; recuerdo que una
vez, durante se realizaba una reunión en su oficina con una delegación extranjera y confiado que
éstos estaban de espaldas a él, comenzó desde el baño a hacerme señales obscenas y a
masturbase.
En 1991, también empecé a laborar en el Centro de Estudios Internacionales. En 1995 me gradué
de socióloga en la Universidad Centroamericana; mis compañeras de trabajo son prácticamente las
misma del MINEX. Mi crecimiento profesional siempre tuvo como característica fundamental la
fuerza de voluntad, aunque las enfermedades sicosomáticas no desaparecieron.
Tuve que mantener dietas dirigidas por nutricionistas, las crisis de migrañas se repetían con
frecuencia, las depresiones las escondí muy bien. De alguna manera, a través de mi desarrollo
profesional e imagen pública, llegué a sentirme mejor conmigo misma; sin embargo, nunca dejé de
sentir la carga del secreto, del silencio, lo que aún me hacía sentir sucia.
En este período también asumí el reto de ser madre, lo que me dio mucho temor; mi fragilidad
emocional y la ausencia de mi madre me dio mucha inseguridad en torno a una experiencia
totalmente nueva. Sentí muchísimo la ausencia de una madre. Tuve problemas serios debido al
trauma específico de la etapa de la violación sexual que perpetuó en mí contra Daniel Ortega.
Escenas de la violación cruzaron mi mente en momentos de la recuperación pos parto.
Cuando nacieron mis dos niños (Alejandro:10 Nov. 1992; Carolina: 3 Dic. 1994), no creí asumir
debidamente mi rol de madre, pensé que no tenía felicidad que entregarles, las secuelas perduraron
y no sabía si estaba realmente preparada para criarlos y ayudarles en su crecimiento y desarrollo.
De remate, recuerdo que durante mis cuarenta días de pos parto de mi hija, él me llamó desde
Cuba, en recuperación del infarto sufrido, haciéndome preguntas sobre si ya había finalizado mi
cuarentena y si había reanudado mis relaciones sexuales con Alejandro.
Aún cuando yo ya tenía varios años viviendo en otra casa, la actitud de mi madre continuaba siendo
la misma, el rechazo estuvo siempre presente y se extendió hasta mis hijos, durante los momentos
de partos no llegó a demostrar un gesto de preocupación o de apoyo, ni a la fecha se ha acercado a
ellos en tanto abuela que es.
Mi situación última se graficó de la siguiente forma: él continuó durante seis largos años su acoso
telefónico desde cualquier país del mundo; volvía a sentirme cercada, sin escapatoria; sentí
vergüenza ante mis hijitos. Las secuelas estaban presentes y las llamadas me provocaban repulsas
y angustias.
Desde 1990 no he hecho uso de ningún recurso proveniente de la familia Ortega Murillo.
VII. A los 30 años: El estallido y la denuncia inevitable
En 1997, año en que se suman varias coincidencias y hechos en mi vida, Daniel Ortega intensifica
su acoso sexual en mi contra; yo reincido en mis crisis de salud, que me obligan definitivamente a
buscar y mantener de manera intensiva y sistemática atención sicológica. Las nuevas
manifestaciones de acoso son las que provocaron mi estallido personal que desembocó en la
denuncia pública.
Un hecho determinante, fue mi integración en Enero de 1997, por invitación de la Dirección
Nacional, a la Comisión de Diseño del FSLN, cuyo mandato fue la elaboración de una propuesta
para la transformación del mismo.
Anteriormente dije que mi decisión de desvincularme del trabajo político, tuvo como razón la evasión
de su acoso. Sin embargo, luego de seis años de inactividad partidaria y con una temática de
mucha motivación, decidí asumir la responsabilidad.
Al participar en esta comisión, procuré una serie de mecanismos de protección; siempre propuse e
insistí que las reuniones de la Comisión se efectuaran fuera de la Secretaría del FSLN, a lo que
accedieron los miembros de la misma. Nuestras reuniones entonces, tuvieron como escenarios
mayoritarios el Centro de Estudios Internacionales y el Centro de Capacitación “Olofito”. Esta
solicitud la hice evadiéndolo a él, quien sin el más mínimo reparo ni respeto procedía a citarme o
enviarme recados para que me saliera y me encontrara con él, cuando las reuniones se realizaban
en la Secretaría.
Especificando mejor esta situación, he de decir que durante las pocas reuniones que se realizaron
en el local de la Secretaría del FSLN, Daniel Ortega me esperaba en las afueras de las salas de
reuniones o esperaba a que yo saliera al baño. Primero me indicaba entrar a su oficina, a lo que me
negaba; me enviaba recados con su asistente personal; en una ocasión, al medio día después de un
encuentro de la comisión con los Secretarios Políticos Departamentales, casi me forzó a entrar a su
oficina, a lo que con mucha determinación me escabullí y detectando la presencia de mis
compañeros de comisión, me dirigí alterada e inmediatamente hacia ellos.
En esta ocasión a la que me refiero, sostuve un intercambio fuerte de palabras donde le reclamé por
primera vez, con una fuerza que me salió desde muy adentro, que me dejara en paz y que no
continuara dañándome. Realmente su obsesividad ya no tenía límites y estaba irrumpiendo
nuevamente en todos mis espacios.
Escena similar se repitió durante la sesión de la Asamblea Sandinista Nacional, en Octubre de
1997, en El Crucero, a la que fui invitada en calidad de miembro de la comisión; en esa ocasión me
aguardó a la salida, en una zona oscura y al contactarme me reclamó mi actitud de no ir en su
búsqueda. Durante esta sesión, él observaba con quienes departía, me rodeaba y luego me llamaba
haciendo observaciones obscenas e insinuantes en relación a mis vínculos con distintos
compañeros del Frente. El ámbito de mi participación política comenzaba a representar un
escenario que le estaban posibilitando nuevos impulsos de acoso permanente hacia mí.
Por la necesidad de sentirme protegida y mi interés de alcanzar una mayor participación política,
procedí a confiarles a tres compañeros de la Comisión de Diseño del FSLN, y posteriormente, les
externé a los dirigentes de la Iniciativa Carlos Fonseca de Managua mis reservas hacia el liderazgo
de Daniel, dejando entrever situaciones de carácter político personal que se riñen con su condición
revolucionaria. Busqué en este ámbito el apoyo y la solidaridad que necesitaba para enfrentar mi
situación.
También procedí a confiar a otros militantes mi situación. Acudí a un miembro de la Dirección
Nacional del FSLN para develar toda la historia de mi vida esperando una actitud mucho más
beligerante y consecuente en los principios que profesamos; sus palabras se refirieron a la
terquedad de Daniel Ortega y a la posibilidad de continuar en sus actos, dijo también que éste tenía
una actitud dual y que actuaba desconociendo sus compromisos.
A los compañeros de la Comisión de Diseño del FSLN que les confié mi historia, les pedí compañía,
apoyo emocional y que guardaran fervientemente el secreto, de ellos necesitaba más bien apoyo en
mis momentos difíciles.
Al grupo de dirigentes de la Iniciativas a la cual estaba integrada, les pedí comprensión y paciencia
ante el proceso que necesariamente conllevaba a cuestionar a Daniel Ortega, pero que
primeramente haría lo posible por resolverlo en el plano estrictamente personal. Yo nunca utilicé
talleres o asambleas para referirme públicamente en contra de Daniel Ortega y su liderazgo,
sencillamente nunca me referí a él en positivo ni en negativo. Ante todo, siempre reivindiqué la
importancia de los valores éticos y morales, y dejé planteado que esa debía ser la aspiración de un
Frente Sandinista transformado.
Mi participación política pública produjo en mí problemas de identidad, pues ante mucha gente de
base del FSLN tenía que callar cuando se me vinculaba filialmente a Daniel Ortega, cuando en
verdad lo que existió fue horror. También debí fingir mi simpatía y respeto político. De alguna
manera, llegué a sentirme agredida por los demás cuando se dirigían a mí como la hija de… y se me
preguntaba por él.
Volvieron imágenes y fantasmas pasados. Empecé a tener pesadillas donde escuchaba los pasos
fuertes de sus botas y le miraba con su uniforme militar de los ochenta y sus gruesos anteojos.
Imágenes que me provocaron sobresaltos y terrores nocturnos. La reaparición física de Daniel,
nuevamente, estimuló situaciones síquicas y sensaciones pasadas, incluso se me activaron otras
que no recordaba. Volvieron los mareos, los vómitos, los problemas de equilibrio, mis sofocaciones
casi asfixias, durante reuniones o talleres. Mis crisis depresivas durante las noches se volvieron
recurrentes, dolores musculares, migrañas y reapareció la claustrofobia que no me permitió viajar
durante el último año.
Esto, sumado a una crisis matrimonial, me llevó a iniciar por primera vez en mi vida un proceso de
terapia sicológica. Debido a mi condición de madre soltera y literalmente sola, por cuanto no tenía
grupo de apoyo familiar inmediato, más que el cariño de Alicia y las trabajadores de mi casa, se
intensificó en mí el temor de una recaída sicológica; esta situación, me preocupó de sobre manera
por mi condición ahora de madre y la exposición de mis hijos a mis problemas que afectaran su
salud mental. Me determiné a no correr riesgos por ellos y procedí a atenderme profesionalmente.
Por primera vez, dije a dos profesionales respetadas, las causas de mi situación de salud actual y
con ellas gesté un proceso doloroso de rescribir y reinterpretar la historia en conjunto. Con nadie y
nunca en mi vida, había abordado la historia completamente. Este testimonio, incluso, representa un
gran esfuerzo personal de reconstrucción, a pesar de lo doloroso que para mí ha sido, cada frase,
cada párrafo, cada página, cada episodio, cada imagen, cada recuerdo traído desde lo más hondo
de mi memoria y sensaciones. Durante esta atención me opuse al uso de fármacos, desde hace
mucho no he vuelto a usar píldoras, ¡malditas píldoras de Daniel!.
El apoyo sicológico incluyó reconocer mis fortalezas y debilidades. He adquirido las energías y la
determinación suficiente para enfrentar este momento definitorio en mi vida, del profundo amor de
mi abuelita, de la fortaleza mostrada en mi sobrevivencia al horror, de la necesidad de amor y que
muchas personas que sin ser mi familia me lo han brindado, asumiéndome como parte de las suyas.
Tomando un tanto de cada nuevo motivo en mi vida, de mis ilusiones y esperanzas, empecé a
visionar un nuevo mundo para mí y emprender nuevos caminos, haciendo a un lado mi trágico
pasado, no olvidándolo, sino asimilándolo y entendiéndolo. Mis crisis, aunque no totalmente
vencidas, son enfrentadas con una luz mucho más fuerte que éstas.
Es difícil superar el pasado cuando el agresor y responsable de los daños en mi humanidad,
continúa amenazando mi vida, sabiéndome viviendo sola entre mujeres y dos niños. Las más
recientes llamadas de Daniel Ortega, trajeron a mi memoria fuertes y dantescas escenas de un
pasado aferrado a las heridas aún no sanadas. Volví a sentirme impotente, acorralada, necesitaba
gritar, explotar, ya no podía volver atrás, mis hijos fueron siempre un motivo para aventarme en
medio de la camisa de fuerza que representaron mis miedos, debía detenerlo, aunque me haya
recomendado mi sicóloga aislarme de todo para prevenir una fuerte recaída.
Tuve que aprender a colgar el teléfono, pues yo simplemente me quedaba inmóvil. El sólo hecho de
que sonara el teléfono a altas horas de la noche, sabiendo que era él, me producía una nueva crisis
nerviosa que me produjo en más de una vez, la necesidad de salir de la casa a altas horas de la
noche o la necesidad de hacerle daño a mi cuerpo. Reapareció nuevamente el asco, los vómitos y
las migrañas.
Debo mencionar que el estar viviendo sola, provocó que mi hermano Tino intensificara su
acercamiento. El y yo hemos desarrollado una relación especial a pesar de lo que nos separa de
toda esta historia. Yo sentí que quiso estar a mi lado y al de mis hijos durante mi etapa de
separación. El vínculo con Tino me produjo sensaciones contradictorias en relación a si era el
momento de intentar acercarme a mi madre. Me sentí muy sola, y reafirmé la realidad de que mis
hijos no tienen familia. Sin embargo, intentar acercarme a ellos cargando con el acoso de Daniel
Ortega era ser falsa.
Las sensaciones reaparecidas y recién detectadas, para mí fueron evidencias de que mis traumas y
confusiones sicológicas no había desaparecido.
Además del acoso en el ámbito de mis actividades partidarias, continuó sus llamadas amenazando
con llegar a altas horas de la noche a mi casa en Bolonia. Me decía que mi separación tenía como
motivo el hecho de que yo era lesbiana, y que él mismo tenía información de mi círculo de amigas
más frecuentes con las que departía placer. Comprendí hasta este momento, que las alusiones a mi
supuesto lesbianismo era para provocar en mí reacciones favorables a él.
Después de tantas complicaciones, regreso de situaciones intensas y mis propios
cuestionamientos de carácter político-moral, me condujeron a abordar directamente la situación con
Daniel Ortega. Inicialmente, el día de mi cumpleaños (13 de noviembre de 1997), envié
simultáneamente a él y a mi madre, un libro titulado “Del ultraje a la esperanza. Tratamiento de las
secuelas del incesto”, de la doctora Gioconda Batres Méndez, libro que me ayudó mucho a entender
los fenómenos y mis propias secuelas.
Con el envío de ese libro, albergué la esperanza que ellos mismos, por primera vez, abordaran con
seriedad el asunto, pero creo que me equivoqué.
Al tener conocimiento de mi proceso de terapia, ellos tuvieron el temor de que yo hiciera algún tipo
de denuncia, lo que a su vez, generó en mí una expectativa de una posible oportunidad de
acercamiento de mi madre, lo que tampoco fue así. Su comportamiento fue el mismo, me continuó
culpando, responsabilizando y castigando.
La conversación con Daniel Ortega se llevó a efecto el 11 de Diciembre de 1997, la que empezó de
su parte con un recuento de su condición de salud. No sé si fue una patraña más o si fue honesto. Yo
también le hice saber de mis problemas, de mis serias complicaciones de salud y a renglón
seguido, le eché en cara de manera enérgica el daño que perpetuó en mí, también le contra
argumenté por primera sus manipulaciones, tanto las referidas a supuestos sentimientos hacia mi,
como aquellas referidas a causas políticas.
Él mismo reconoció que en todo esto hay dos víctimas: mi madre y yo; que nunca me vio como hija;
que la cárcel le produjo transtorno severos en su conducta sexual, que lo perdonara. Mostró
preocupación por mis afirmaciones y me preguntó si yo preferiría verlo muerto, o si algún día lo
perdonaría. Manifestó su interés de continuar la conversación, quise creer que sus disculpas eran
genuinas, verdaderas; lo creí de momento arrepentido y por mi parte sentí recuperar dignidad.
Haber tenido el valor de enfrentarme personalmente a Daniel Ortega, con la firmeza y determinación,
me hizo mucho bien.
Su acoso continuó. La misma noche del 11 de Diciembre procedió a llamar por teléfono en tres
ocasiones con excusas diversas. Al día siguiente, lo hizo en dos ocasiones y así sucesivamente.
Pensé que era una etapa de temor a una acción pública de mi parte, pero no. Nuevamente insistió
diciéndome “Esto no puede terminar así. Esto no termina aquí”. Comprendí entonces, que la
amenaza estaba siempre latente, que nada de lo que me dijo fue sincero.
Ante esta nueva fase, mi ex-compañero, enterándose de la situación dada, por primera vez lo
confrontó también telefónicamente (últimos días de Enero 199
, en un intento de detenerlo.
Sorprendentemente, Daniel Ortega le afirmó a Alejandro que era yo quien lo buscaba y quien tenía
problemas existenciales y emocionales; le argumentó que me estaba rodeando de personas sin
madurez política que me estaban haciendo percibir las cosas de otra manera. Inmediatamente,
informada por Alejandro del intercambio sostenido, procedí a llamarlo y encararlo en lo que había
dicho; por supuesto, se negó de todo, -así ha sido su costumbre para quienes no lo conocen-. Acusó
a Alejandro de haberle humillado y que no le aguantaba a ningún huevón ese tipo de reclamos. Me
confió estar atemorizado con toda esta situación, que yo lo tenía enfermo y que le pidiera lo que
quisiera para mi tranquilidad. Yo, solamente le pedí una cosa: QUE ME DEJARA EN PAZ Y
RESPETARA MI PARTICIPACIÓN POLÍTICA. Esta fue la última vez que hablé con él (Febrero
199
.
Ante estos hechos, Daniel Ortega y mi madre desataron toda una campaña de descalificaciones en
mi contra a lo interno del partido. Empezaron incluso a hablar de la historia del abuso de forma
distorsionada. Promovieron informaciones que me ubicaban a mí en el bando de Mónica Baltodano
dentro del FSLN, se desataron acciones de persecución. Alguien confió tener instrucciones de
informar sobre mis llegadas al departamental del FSLN e informar de lo que yo abordaba en talleres
y reuniones. Me sentí no solamente acosada sexualmente, sino también, perseguida políticamente.
Esto me llevo a valorar mi propia participación.
Mi crisis se intensificó. Mis terapeutas, ante los hechos, me recomendaron salirme de todas las
actividades partidarias y viajar al exterior, para que sin acoso y alejada de los ataques de Daniel
Ortega, pudiese someterme a tratamiento. Ninguna de ellas aprobó ni recomendaron la denuncia
pública por considerarla en extremo riesgosa para mi vida y mi fortaleza emocional. Tenía la
sensación de que estaba siendo condenada al exilio, no estaba teniendo derecho ni a vivir en mi
propio país, a ser curada aquí, y se me estaba negando mi derecho a la participación política.
Las pruebas por las que he tenido que atravesar han sido demasiadas. Salir del país para mí
significaba reconocer una culpabilidad que no poseo. Se me estaba diciendo que no podía
demandar justicia ni exigir respeto personal ni político. SENTÍ NO TENER MÁS ALTERNATIVA
QUE DENUNCIAR. ¿Hablar con las instancias del partido? ¿Qué podía esperar de éste, si un
miembro de la Dirección Nacional me confió que “la terquedad de Daniel lo hace actuar de forma
obsesiva”? ¿QUÉ PUEDO ESPERAR DE UN PARTIDO QUE SÉ PERFECTAMENTE CÓMO ES
MANIPULADO Y ENGAÑADO POR DANIEL ORTEGA SAAVEDRA?.
Ese fue el momento decisivo: mi vida.
VIII. Finalmente
He mencionado todos aquellos factores, que además de someterme a una oprobiosa e indigna
situación, me conducían a un holocausto personal. Nuevamente, durante los primeros dos primeros
meses de 1998 me estaba sintiendo atrapada. Daniel Ortega Saavedra, bajo los argumentos de
supuesto amor y predestinación, insistió descaradamente en su acoso y pretensiones.
Hoy digo con mucha convicción, que no puede llamarse amor al acoso de un hombre de 34 años
sobre una niña de 11; no puede llamarse amor a la violación consumada en el acto y prácticas
sexuales degradantes; no puede llamarse amor al acecho, a la persecución, al aislamiento, al
espionaje, a la manipulación ni al chantaje afectivo y político. Eso no puede tener otro nombre que
ABUSO DE PODER basado en el sometimiento sicológico que inmoviliza al ser humano.
Mencioné anterior, que mis terapeutas no recomendaron la medida de hacer una denuncia pública,
sino que la emprendí sin el acompañamiento de las mismas. Por la envergadura del caso debía ser
yo misma la dueña absoluta de mi decisión final.
Así, en el mes de Febrero del presente año y en medio de esta situación, empecé a considerar la
necesidad de hacer esta denuncia pública. Dediqué muchos días y noches para considerar y
reflexionar esta opción. Mis meditaciones fueron altamente espirituales y muy consciente.
Consideré con serenidad, que ante todo y en primer lugar, estaba mi urgente necesidad de detener
el acoso; y en segundo lugar, dejar atrás el pasado. Me convencí y así me determiné, que la mejor
forma de detener al DEMONIO era enfrentándolo directamente, denunciándolo en sus propias
fechorías y aberraciones. Lo que me exige y exigirá fuerzas para reconocer y superar mi dolor.
Recuperar mi apellido es un acto de justa y loable reivindicación. Es necesario e indispensable para
mí, PONER FIN A UNA FALSA IDENTIDAD.
Recuperar mi apellido implicaba decir las causas verdaderas; mentir o deformar la historia de mi
tragedia significaba continuar negándome. En tal sentido, he querido ser honesta y actuar conforme
a la verdad, conforme a lo que realmente me sucedió y sobreviví, animada en el aliento de la vida y
del amor, porque QUIERO VIVIR, y no me da vergüenza ya gritarlo.
Sé que a través de mi oraciones, de mis meditaciones y de la profunda fe recién fortalecida, me
permitiré actuar con la debida paciencia e inteligencia para que mi decisión por mi verdadera
identidad se logre. Estoy convencida que no hay energía negativa ni alma cobarde, capaz de
detener el curso de la luz y la verdad.
La decisión la tomé el 26 de Febrero de 1998. Inmediatamente procedí a prepararme en todas sus
implicaciones, tanto en lo personal como en lo político. Tomé las medidas pertinentes de cuido y
seguridad en relación a mis hijos y personas que conviven conmigo; en lo político tomé la decisión
de retirarme de las actividades del grupo de militantes de Managua a la que estaba integrada;
laboralmente hice otro tanto en el aseguramiento del desarrollo de los programas y proyectos que
están bajo mi responsabilidad y dejar clara la distancia en relación a mi caso estrictamente
personal.
No fue una decisión fácil. De momento me invadieron angustias, temores y pesimismos.
La ejecución de mi decisión se dio el 2 de Marzo de 1998, en mi casa de habitación, donde invité a
mis amistades más cercanas para compartir con ellas un momento que para mí fue trascendental.
Significó algo así como mi bautizo, un evento solemne, que no tenía que ser triste ni tampoco una
celebración. Fue una despedida a una vida pasada y el advenimiento de una nueva. Así he
comenzado el camino de mi propia liberación.
Zoilamérica Narváez Murillo
Managua, 22 de Mayo de 1998.