Este es mi testimonio y juro dejar escrito solamente la verdad como verdadero  es Dios, por la
memoria de mi abuelita Zoilamérica Zambrano Sandino, a quien  tantas veces he invocado en
momentos de desesperación y angustia; por mi hijo  Alejandro y mi hija Carolina, quienes
representan la luz y esperanza de una  nueva vida. Juro que todo lo que contiene este testimonio es
LA VERDAD Y NADA  MÁS QUE LA VERDAD; en él encontrarán las evidencias de una vida
cercenada y  la depravación de un hombre que fue protagonista de una revolución social y  política,
Presidente de la República y actual líder del principal partido de  oposición.
La luz que busco está en la verdad y en la valentía de reconocer la vida que  se me impuso y poner la
frente en alto, pese al dolor, para decirle al mundo  que sobrevivir ha significado un tortuoso camino 
que aún  no termina. He tenido que sumergirme en lo más hondo de mis fragilidades y  secuelas para
adquirir la fortaleza y la inspiración que necesito para  enfrentar mi realidad y abrir nuevos capítulos
de mi existencia. Existencia  que en el pasado tuvo un alma profundamente quebrantada pero
resistente a la  muerte.
La luz no está en la mentira, en el silencio, en el sometimiento del  espíritu, en la cobardía y
complicidad, no está en la doble moral ni en la  aberración a la condición humana. Por eso, con
plena conciencia y  determinación propia, tengo que proceder a realizar un justo y consecuente  acto
de liberación total de todas aquellas cárceles de mi vida, y afirmar con  el peso incalculable de lo
sufrido, que la mujer y el hombre nuevo y la  utopía de una sociedad plenamente justa, han sido
traicionados por quien  ostentando gran poder, cometió vejámenes sexuales, físicos y  sicológicos
contra la humanidad de una mujer desde su infancia, y a quien  adoptó como hija.
Desde el 2 de Marzo del año en curso, me he declarado en una cruzada por  reconquistar mi
verdadera identidad y dignificación de mujer y ser humana  integral; para mí, en esta etapa
trascendental de mi vida, no hay  reivindicación en el mundo más importante que el encuentro con mi
propio ser,  al que muchos desconocen pero que en su despertar y andar ha acumulado  fuerzas
suficientes para emprender una lucha que encuentra como principal  muro los actuales tejidos y
vestigios del poder y el sistema patriarcal  implantado por siglos.
¿Quién soy?
Mi nombre: ZOILAMÉRICA. Mis progenitores son: Jorge Narváez Parajón  (fallecido) y Rosario
Murillo Zambrano. Públicamente se me conoce como  Zoilamérica Ortega Murillo, debido a la
adopción que efectuara el señor  Daniel Ortega Saavedra en el año de 1986.
Nací el 13 de Noviembre de 1967, en la ciudad de Managua; de profesión  socióloga (1995,
Universidad Centroamericana, Nicaragua), militante del  Frente Sandinista de Liberación Nacional, y
actualmente Directora Ejecutiva  del Centro de Estudios Internacionales.
Mi vida, desde que tengo memoria, estuvo marcada por Sandino y el Sandinismo.  Supe de
Sandino, tío de mi abuela, cuando mi madre enterró una efigie de éste  en el patio de la casa. Y he
conocido del Sandinismo, desde cuando mi madre  en su juventud dedicó sus esfuerzos y energías a
la causa.
En la soledad y vacíos de mi niñez, siempre quisieron contribuir con sus  atenciones y cariño mi
abuelo, mis tías abuelas y mis tías maternas.
La causa.
Afirmo, que fui acosada y abusada sexualmente por Daniel Ortega Saavedra,  desde la edad de 11
años, manteniéndose estas acciones por casi veinte años  de mi vida, y que a lo largo del presente
testimonio expondré en las formas  sucedidas.
Afirmo, que mantuve silencio durante todo este tiempo, producto de arraigados  temores y
confusiones derivadas de diversos tipos de agresiones que me  tornaron muy vulnerable y
dependiente de mi agresor.
He tenido que transcurrir un doloroso y desgastante camino para saber  interpretar y conocer yo
misma, las consecuencias y secuelas de sistemáticas  y salvajes prácticas que en mi contra se
cometieron desde 1978 hasta febrero  de 1998, es decir, hasta hace poco.
Fui sometida a una prisión desde la propia casa donde reside la familia  Ortega Murillo, a un
régimen de cautiverio, persecución, espionaje y acecho  con la finalidad de lacerar mi cuerpo e
integridad moral y síquica. Mi  silencio fue la expresión de un ambiente propio de la clandestinidad y
la  aplicación de una férrea secretividad. Daniel Ortega, desde el poder, sus  aparatos de seguridad y
recursos disponibles, se aseguró durante dos décadas  a una víctima sometida a sus designios y
voluntad individual.
Denunciar esta cadena consecutiva de hechos no me ha sido fácil, he tenido  que vencer el fatalismo
y el miedo a responder preguntas que formulé desde el  fondo de mi ser, tales como: ¿Por qué me
tuvo que suceder eso? ¿Qué hice yo  para merecer la vida que tuve?. Las respuestas me
reclamaban despertar y  rebelarme ante los grilletes impuestos. Sentido de oportunidad en un
proceso  tan complejo no pude determinarlo ni me preocupó, pues en un caso como el  que
represento y frente a un agresor de gran poder, tuve que llenarme de  coraje y valor para empezar mi
liberación y nacimiento indistintamente del  tiempo y de los acontecimientos. Mi alma pidió gritar y
así lo hice en el  momento que debió ser; ahora pide reivindicación total y plena.
Para mí, ahora, el sentido y la lección más importante es el profundo respeto  a la vida en sus
múltiples dimensiones. Este respeto es un principio  elemental, ya no sólo porque se suscribe en
documentos oficiales que rigen a  las naciones, sino por un sentido de humanidad que nos dice que
si alguien no  es capaz de respetar una vida, no puede considerarse humano.
Mi experiencia muestra cómo se violenta e irrespeta una vida, no sólo  atentando contra ella
mediante la amenaza de agresión física que conlleva a  la muerte, sino también, cercenando su
realización como individuo, como ser y  como todo. Quiero decir, con ello, que lo que viví fue el
INTENTO DE ASESINAR  MI DERECHO A CRECER, A VIVIR y a tener ejercicio pleno de mi
voluntad.  Durante todo este tiempo se me negó el derecho a existir como ser humano, se  me
mantuvo como objeto de otro ser. Sencillamente, y no tengo más palabras  que expresar, SE ME
NEGÓ EL DERECHO A LA VIDA.
Si sumo a ello, que fue mi condición de mujer la primera en ser mancillada y  objeto de vejámenes,
he de reiterar que son aquellas lesiones a mi género las  más severas a la integridad y derechos
humanos. Fue a partir de las  características de mi sexualidad, del aprovechamiento de los patrones
de  desventajosa inferioridad que se entretejió la esencia de la dominación y  encarnación del
sistema patriarcal.
La forma en la que operó el poder y sus instrumentos, me llevan a enarbolar  una bandera que
establezca que los abusos de poder en las mujeres tienen  manifestaciones tan diversas como todas
aquellas presentes en mi caso. Se  abusó en mi condición de niña, se abusó en mi condición de
mujer, se abusó de  mi cuerpo, se abusó de mis emociones, se abusó de mi condición de  militante
sandinista y se abusó de mis concepciones.
El poder, que se aprovechó de la ingenuidad propia de mi niñez y  adolescencia, estrenó en mí todos
los instrumentos posibles de dominación:  físicos, sicológicos, políticos, familiares y militares. En mi
contra, se  hizo uso de la autoridad, de la fuerza, de la destrucción, de la subjetividad,  etc. Se me hizo
daño desde el ejercicio del poder supremo de este país, desde  una tribuna que hoy nos debe hacer
reconocer que el ejercicio de la política  debe estar marcado por un profundo sentido ético y humano.
Quiero decir con  ello, que no puede haber una proclama y un discurso político que sea  incongruente
con una práctica personal, individual.
Hoy, debo encaminarme a mi propio saneamiento y al proceso de muchas mujeres  que aún
pernoctan en el silencio, el miedo y la oscuridad, para una vez  andado el valor y de levantar la frente,
no se nos victimice ni castigue  nuevamente.
Hoy, debo celebrar el hecho de estar viva. Hoy, debo agradecer a quienes con  pequeñas cosas, y
sin saberlo ellas mismas, me dieron luces y fuerzas en  medio del holocausto para enfrentar
semejante reto en mi vida, y seguramente,  de la sociedad en su conjunto.
II. De los 11 a los 14 años: abusos deshonestos
En 1977, después de sufrir mi madre encarcelamiento por sus actividades  políticas, mi hermano y
yo tuvimos que acompañarle y salir rumbo a Panamá,  donde residimos primero, luego nos dirigimos
a Venezuela y finalmente a Costa  Rica, donde nos establecimos hasta el 21 de julio de 1979. Para
la niña de  diez años que era entonces, el exilio significó la separación de mis principales  fuentes de
amor, cariño y protección: mi abuelo, mis tías abuelas, mi tía  Rosi y mis tías maternas.
Vivir en un país desconocido, sin familiares cercanos que atendieran mis  necesidades, con una
madre comprometida con una causa política, produjo en mí  miedo, aislamiento, timidez y soledad en
un ambiente de extremos riesgos y  persecuciones, y donde el silencio y la prudencia constituyeron la
norma de  conducta en ese período, interrumpiendo así la normalidad de mi vida en su  tránsito de la
niñez a la adolescencia.
En 1978, en San José, Costa Rica, conocí a Daniel Ortega Saavedra, cuando yo  tenía once años de
edad no cumplidos. En ese país vivimos en condiciones de  clandestinidad, de encierro; no
podíamos hablar con nadie por guardar  secretos y como tal aprendimos a comportarnos.
La casa que habitamos (mi madre, hermanos y yo) fue un importante centro de  actividades político
militares -de seguridad se solía decir-, con mucho  movimiento, entradas y salidas de gente, muchas
de las cuales se quedaban a  pasar la noche. Nuestras verdaderas identidades fue todo un misterio y
el  silencio rondó nuestras vidas. Como nicas y sandinistas vivimos escondidos todo  el tiempo. El
secreto fue parte de la vida clandestina.
Daniel Ortega, cuyo seudónimo era Enrique, desde un inicio me inspiró miedo y  desconfianza por la
forma rara de mirarme desde entonces; fueron muchas  personas desconocidas las que llegaban a
aquella casa, con quienes jamás tuve  cercanía. Después de algunos días, me enteré que aquel
hombre extraño era  comandante, una persona muy importante para el resto de la gente y  que
sostenía con mi mamá una relación de pareja.
Fue en este país y en los primeros meses que él se vinculó a nosotros, que  comenzó su acoso con
bromas y sugerencias de juegos malintencionados, en los  que me manoseaba y obligaba a tocar su
cuerpo. Luego, cuando el tiempo fue  avanzando y se me presentaron las primeras manifestaciones
de menstruación,  decía: “Vos ya estás lista”, sin que interviniera confianza ni relación de  afecto
alguno. Después me asaltaba sorpresivamente en lugares oscuros para  tocarme y durante mis
baños me espiaba por encima de la cortina, escondiendo  mi ropa interior y bromeando con ellas,
algunas veces llegó a hacerlo en  público. En muchas otras ocasiones amenazó con penetrar al baño
estando yo  adentro, advirtiéndome de que probaría lo que era bueno.
Yo tenía en ese entonces, una educación sumamente religiosa y por tanto  consideré vulgar y soez
aquellas palabras y frases referidas a partes íntimas  de mi cuerpo; cada vez que esto sucedía me
sentía muy ofendida y  ultrajada.
No sostuve contacto ni relación con ninguna de las personas que frecuentaban  la casa de seguridad,
pues las sentía muy extrañas a mi entender y mi  edad.
Yo no tuve la oportunidad de decirle a alguien sobre aquellas frases,  insinuaciones y bromas de mi
agresor. A mi madre la consumían las múltiples  ocupaciones o responsabilidades, aunque en
realidad nunca tuve claridez de lo  que realmente hacía. Durante este tiempo, yo sentí cierto
abandono y soledad,  mi madre no fue un ser cercano ni estuvo pendiente de mí. Desde entonces  no
tenía la confianza para decirle que su compañero me decía cosas. No desee  crearle problemas a mi
madre con su compañero y temí que interpretara que  eran quejas para demandar atención materna.
En distintos momentos ella dijo  que yo era sumamente exigente y demandante de atenciones y
mimos.
Cuando encontré a Daniel Ortega copulando con la empleada de la casa, no supe  qué hacer, me
sentí impactada, aturdida y bastante amenazada, pues las  ofensas verbales fueron más frecuentes y
chocantes para mí. Mi seguridad  desapareció, pues las amenazas que me hizo en variadas
ocasiones comenzaron a  cumplirse por la noches; cuando mi madre dormía, Daniel Ortega se
dirigía al  cuarto donde me encontraba para arrecostarse en mi cama y rozarme con su pene  partes
de mi cuerpo. Recuerdo que me daban escalofríos, temblores y sentía  mucho frío. Yo cerraba los
ojos para no ver nada, permanecía inmóvil sin  poder hacer nada.
Temprano por las mañanas, cuando me alistaba para ir al colegio y mi madre  dormía aún, él se
levantaba y me observaba, ahora ya no sólo para verme por  encima de la cortina del baño, sino para
masturbase. Esto lo llegó a hacer en  reiteradas ocasiones.
Me comenzaron en esta etapa, pesadillas con imágenes difusas y sensaciones  extrañas de miedo,
que sumados a episodios de asco y rechazo me empezaron a  afectar mi manera de ser y mi propia
interioridad. El tener un secreto que no  tenes a quien contar, me generaba mucha angustia.
Inmediatamente después del asalto al Palacio Nacional, por razones de  seguridad, mi madre,
Daniel Ortega y nosotros (los muchachos), pasamos a  vivir en una casa aparte, alejada de las
actividades organizativas del FSLN.  El ambiente era mucho más solitario, ni la empleada de
nacionalidad  costarricense se quedaba a dormir. Las noches las pasábamos solos, encerrados  en
nuestro cuarto.
Las bromas de Daniel Ortega se fueron convirtiendo en verdaderas y directas  insinuaciones
sexuales, me levantó falsos y agresiones sicológicas cuando  afirmaba categóricamente que yo
sostenía relaciones con el chofer del bus del  colegio, simplemente por ser alguien quien nos tomó
cariño a mi hermano y a  mi. Yo en ese entonces tenía 11 años de edad y este tipo de frases  me
resultaron muy agresivas. Por ejemplo, me preguntaba al llegar del  colegio: “¿Ya venís contenta?
¿ya te lo hicieron?”, entre otras frases  sumamente ofensivas. Siempre era igual, cuando observaba
alguna cercanía  afectiva con personas del sexo masculino, que por cierto fueron muy  pocos,
fundamentalmente compañeros de estudios.
Desde entonces, él, Daniel Ortega fue haciéndome pensar que todo acercamiento  afectivo con
cualquier hombre y de cualquier edad, implicaba un interés  sexual hacia mí. Para mí lo sexual era
sinónimo de aquellas actitudes  obscenas y vulgares de Daniel, y por lo tanto, poco a poco empecé a
tener  gran desconfianza hacia todos los hombres. Si el compañero de mi madre, agredía  mi cuerpo
contra mi voluntad, qué podía esperar de otros. Él me obligaba a  callar y a aceptar los vejámenes
que recibía de su parte.
El progreso de la acción de mi agresor, fue dándose; ya no solamente se  trataba de su observación
a mi cuerpo cuando me bañaba, sino que entraba al  baño de cualquier manera, se masturbaba
provocándome miedo y desprecio. Fue  horrible ver, a la edad de entonces, la imagen de un hombre
de pie sostenido  de una pared y sacudiendo su sexo como perdido e inconsciente de sí mismo.  Yo
tenía miedo y permanecía en el baño hasta ver desaparecer su sombra por la  rendija de la puerta
que él mismo mantenía abierta. Me daba miedo ir a cerrar  la puerta, pues podría aprovechar para
apresarme. Preferí mantener distancia  física de aquel cuadro que me producía asco y rechazo.
Durante este tiempo también, se introducía en el cuarto que compartí con  Rafael, procedía a
separarme parte de la cobija de mi cuerpo, continuaba con  manoseos y luego concluía
masturbándose. Yo me quedaba inmóvil y aterrorizada  sin poder pronunciar palabras. Me decía que
no hiciera bulla para no  despertar a Rafael, a quien tomaba como pretexto ante mi madre las veces
que  se trasladaba a nuestro cuarto para cuidarlo, supuestamente, de sus crisis  asmáticas. Durante
esos “cuidos” mi agresor hacía lo que ya ha sido relatado,  y decía: “ya verás que con el tiempo, esto
te va a gustar”.
Mi madre, al intensificar sus acciones políticas, solicitó a mi tía Violeta  se fuese a vivir con nosotros
a Costa Rica, donde compartimos cuarto. Ella  regresaba muy tarde de la Universidad, y durante ese
segmento de tiempo,  cuando mi madre dormía, él se cruzaba a mi cuarto.
Fue mi tía Violeta la que me recordó, que una vez vio a Daniel Ortega  manosearme y tocar mis
partes genitales. Hasta hace poco recordé que también  ponía en mi boca su pene.
En ese tiempo, mi agresor tenía 34 años de edad y yo once, lo que  representaba una considerable
diferencia y ventaja de su parte; él era el  compañero de mi madre, una figura política de mucha
importancia, mando y  poder. Una persona muy dominante. Yo resentí de mi madre su lealtad a  mi
agresor, yo sentía que siempre lo prefirió a él que a mí, sus atenciones y  gestos de cariño siempre
eran para mi agresor. Él me inspiraba mucho miedo y  no fui capaz de decirle a ella lo que estaba
viviendo y sufriendo, pues no  sabía si me creería.
Mi tía Violeta me comentó años después, que en una ocasión discutió la  situación con mi madre,
donde recibió como respuesta amenazas y presiones a  fin de que guardara silencio.
Cuando se declaró la insurrección final de 1979, mi madre prefirió venirse  con él a Nicaragua. Ella
no me hubiese creído nunca lo que Daniel Ortega  estaba haciendo conmigo. Su preferencia era mi
agresor, de eso no tenía duda  alguna. Mi mamá me hacía mucha falta y nunca hubiese querido que
se fuera,  pero daba igual, pues aún estando ella en casa Daniel Ortega siempre me  agredía.
Yo no entendía porqué él me tocaba, no entendía nada de la sexualidad en  general, mucho menos
de la masculina. Para mí toda aquella situación era  confusa, no entraba en mi cabeza el porqué el
compañero de mi madre hacía  todo eso conmigo. Sin embargo, siempre tuve conciencia de su
posición de  autoridad, de su imagen de superioridad que tenía en aquella casa, en su  cuarto
estaban sus fotos, era dirigente, y escuchaba decir que era miembro de  la Dirección Nacional, y que
podía llegar a ser Presidente de la Junta de  Gobierno. Siempre tuve la imagen de que era muy
importante.
Para mí, el triunfo de la revolución significó reunirme con mis abuelos y  tías. Fue alegre estar
nuevamente en Nicaragua, en una casa con condiciones  materiales muy diferentes a las que tuve
anteriormente, fue como tener un  mundo de juguetes. La nueva casa parecía prometer un ambiente
de familia. Yo  nunca viví antes en un núcleo completo, es decir, hombre, mujer, hijos. Tenía  la
esperanza de estar cerca de mi madre y de que quizás la situación  cambiaría en relación a él. Creí
que por fin habría cariño y una nueva vida,  sin secretos ni misterios, sin encierros ni silencios.
Nos trasladamos a la casa donde actualmente vive la Familia Ortega Murillo,  por primera vez en mi
vida se me asignaba un cuarto propio, lo que para  cualquier niña pudo haber sido motivo de buena
noticia, pero mis temores  estaban latentes. A las pocas semanas, nuevamente el fantasma volvió a
rondar  mi cuarto con rostro duro y sus gruesos anteojos; continuó sus masturbación,  poniendo sobre
mi cuerpo una de sus manos frías y temblorosas. A la edad de  12 años que tenía entonces,
persistían las sensaciones de escalofríos,  nauseas y temblores en mi quijada.
Como mecanismo de defensa ante mi agresor, inventé historias de miedo para no  dormir sola,
efectivamente sufría de mucho miedo, las noches para mí se  transformaron en algo que no deseaba,
cada vez que se acercaba la oscuridad  me afligía y desesperaba. Necesitaba estar acompañada,
ya no soportaba estar  sola, pero mi mamá insistía que debía acostumbrarme a dormir sola y cada
vez  que yo retomaba el tema me regañaba. La verdad es que ni aún compartiendo cuarto  con mi
hermano Rafael logré evitar su acoso, éste se mantuvo todo el tiempo  con sus manoseos; de mi
parte, me hacía la dormida inútilmente, quedándome  quieta boca abajo, buscando protegerme, por
eso, aprendí a dormir en esa  posición. Dormía con las manos debajo de mi cuerpo, tapando mi
vagina;  pensaba que así sus manoseos no me harían daño. Creí que el mostrarme ante  él
inconsciente, no le permitiría obligarme a nada más. El miedo me llevó a  encontrar esta manera de
protegerme sin asumir riesgos de confrontarle, a lo  que le tuve mucho pánico.
A medida que fue avanzando, pervertidamente me indicaba que me moviera, que  así sentiría rico.
“Te gusta, verdad”, me decía, mientras yo permanecía en  absoluto silencio sin tener fuerzas para
gritar ni llamar a mi mamá. El miedo  no me dejaba, sentía en la garganta resequedad, atorada y con
temblores. Su  contacto me transmitían intensos fríos y malestares, me provocaba asco y me  creía
sucia, muy sucia, pues sentía que un hombre al que rechazaba me  ensuciaba toda. También, llegué
a sentir que yo me dejaba hacer eso del  compañero de mi madre, pero si le decía, ella nunca me
creería. En esos años  fue que comencé a bañarme muchas veces durante el día, para lavarme  la
suciedad, repelía sus manoseos y su tacto frío.
Más adelante, las noches no fueron suficientes, también las tardes comenzaron  a ser utilizadas para
sus propósitos. Él calculaba las horas de mis tiempos  libres y cuando me encontraba sola en la
casa para atacarme. Después de los  almuerzos, en el momento de regreso de mi madre a su
oficina y el impase de  la llegada del colegio de mi hermano Rafael -quien siempre llegaba  muy
tarde-, penetraba sin reparos al área donde hacía mis siestas en el sofá  frente al televisor, hasta
donde se acercaba para manosear mis pechos,  impidiendo cualquier intento de escapatoria de mi
parte.
A mis trece años (1980), incrementó sus llegadas a la casa en horas que bien  sabía me encontraba
sola, mi mamá estaba en su trabajo y mi hermano Rafael en  el colegio (hubo un tiempo que estudió
en Cuba). Cuando llegaba, con el  pretexto de descansar, cerraba la casa, la que por su diseño
arquitectónico  me aislaba completamente, sin poder acudir a las niñeras que cuidaban de  mis
hermanos menores en la parte de adentro. Daniel Ortega había adecuado su  horario para coincidir
conmigo en las horas en que la casa estaba sola.
Para este período, sus actos siempre los consumó cuando yo dormía, al  despertarme no tenía
escapatoria. Lo sentía manoseándome y atrapándome la  cabeza con sus piernas y brazos en el
extremo del sofá. Dormir se me volvió  un martirio. Siempre me despertaba lo helado de sus manos,
en un estado de  estimulación irracional que él fácilmente alcanzaba, sin atender ninguno de  mis
reclamos.
En una ocasión que recuerdo muy bien, mientras dormía en el sofá y al  despertar, él se encontraba
mirando un video pornográfico sin importarle mi  edad y mi condición de hija de su compañera de
vida; en reiteradas  oportunidades me mostró revistas Play Boy que yo rechazaba pero que  me
obligaba a ver; también, me mostró un vibrador que intentó usar, pero no  le funcionó. Él siempre
intentó despertar en mí algún tipo de sensación y  placer, trató de pervertirme y me hizo objeto de su
depravación y  manipulaciones de mi cuerpo de niña en tránsito a la adolescencia. Intentó  explotar mi
sexualidad incipiente a fin de complacer sus instintos y vicios  sexuales; de mi parte, siempre
encontró resistencia, rechazo, repulsión, asco  y escalofríos.
Yo sentía miedo de ese hombre, él era el compañero de mi mamá, mi supuesto  papá, sus
acercamiento hacia mí siempre llevaron una intencionalidad sexual,  yo le tenía mucho miedo y no
encontraba en nadie a quien confiarle lo que me  estaba sucediendo. Mi madre no me creería nunca,
así lo sentí siempre, a  pesar de algunos intentos que hice luego me arrepentía, me faltó  valor,
confianza y cariño de su parte.
Como parte de mis huidas en el interior de aquella casa, me arrimaba a dormir  en el cuarto de las
trabajadores domésticas, hasta donde llegó en muchas  ocasiones a buscarme para hacerme
regresar con su autoridad a mi cuarto.  Recuerdo, que mi madre me regañaba por ser “miedosa”,
cuando me quedaba a  dormir en la alfombra del cuarto de mi hermano.
Mis primeros problemas de salud empezaron con nauseas, vómitos que de momento  no tenían
explicaciones, pero que con el tiempo se fueron complicando. Ante  estas nuevas manifestaciones, a
mi hermano y a mí nos brindó atenciones  personales y protección; siempre se mostró pendiente de
nosotros, de nuestra  salud y de nuestras clases, pero su insistencia y acoso continuó, nunca  se
detuvo, por el contrario, avanzó a establecer controles sobre mis  actividades personales, haciendo
constantes llamadas telefónicas para saber  si ya había regresado del colegio, o si me encontraba
en casa, a como según  él debía ser. Desde entonces, empecé a sentirme muy vigilada y controlada
por  él. Ya no eran solamente sus pesquisas durante mis baños, sus manoseos a mi  cuerpo ni sus
sistemáticas insinuaciones sexuales. Ahora se trataba del  control sobre mí.
Alicia Romero, llegó a mi vida en 1980, para cuando fue contratada por mi  madre. Inmediatamente,
la concebí como una opción de defensa, de verdadera  protección a mi persona. Yo me sentía muy
sola, confundida por no saber que  hacer e indefensa ante él. Fue a ella que, poco a poco, le enteré
de las  cosas que me estaban sucediendo desde entonces, al menos encontré a alguien con  quien
hablar, en mucho sustituyó a mi madre, al menos para darme la compañía  y el cariño que
necesitaba. Muchas veces corrí a su cuarto en busca de  protección, de abrazo. Dormir sola para mí
era algo tormentoso, sentía que me  seguían sombras por todo el cuarto; sin embargo, mi madre
nunca permitió que  durmiera acompañada. Recuerdo, que a la media noche me dirigía al cuarto  de
mi hermano o al de Alicia para no estar sola y regresaba nuevamente al  mío, en horas de la
madrugada para que mi mamá no se enterara. Daniel Ortega  sabía de mis huidas, él me perseguía
y daba conmigo, según donde estuviera me  hacía regresar a mi cuarto o me dejaba tranquila. En el
cuarto de Alicia  siempre busqué refugio, un lugarcito donde sentirme segura. Él nunca  sospechó
que estos ratos con ella me permitieron desahogarme y que ella  acompañaba mi sufrimiento. Él no
previó que yo le contara a ella, de lo  contrario nunca hubiese permitido el acercamiento.
Cuando intenté enllavar mi cuarto resultó inútil, pues abría la puerta con  punzones, desarmadores y
cuchillos; no sé cómo lo lograba, pero siempre  penetraba en mi cuarto, no tenía forma de
impedírselo, me sentía indefensa.  Llegué, también inútilmente, a ubicar obstáculos (sillas, el tocador,
etc.)  detrás de la puerta pero no lograba nada, ahí estaba adentro como un fantasma  omnipresente
tras de mí todo el tiempo. Me preguntaba insistentemente qué era  aquello, porqué a mí me sucedían
esas cosas, refugiándome en mis sábanas,  acostada temblaba en mi cama, y él agrediendo mi
cuerpo con sus movimientos.  Yo sentía la necesidad de escapar, de irme lejos, de no ver nada de lo
que  aquel hombre hacía, de pronto me sentía lejos, como en un agujero vacío y  oscuro, donde me
observaba sola, llorando y temblando.
Semanas antes de la Cruzada Nacional de Alfabetización, intensificó sus  abusos durante horas del
día. Recuerdo, que él hizo un hoyo en la puerta del  baño para observarme, yo me enllavaba más por
miedo que por intimidad. El  hoyo que hizo lo ocultó con un afiche, al descubrirlo intenté taparlo  con
tape y otras cosas pero fue difícil. Fue entonces que opté bañarme con  camiseta y con ropa interior
puestas. Sentía mucha vergüenza y miedo de que  al verme desnuda me agrediera directamente.
La vigilancia y el control se perfeccionaron con distorsionadas actitudes de  padre y manipulaciones
de todo tipo. Las llamadas telefónicas preguntando  sobre mi paradero se volvieron sistemáticas;
durante los paseos y comidas  familiares me inhibía con sus miradas sobre mí. Parte de su sistema
contra mí  fueron sus atenciones y la satisfacción de mis necesidades, lo que le permitió  un tipo de
acercamiento paterno, pero sin cesar su abuso deshonesto. En sus  ambivalencias de padre
abusador, siempre estuvo ahí, para acosarme,  manosearme, vigilarme y espiar a mis amistades.
Llegué a entender que no  tenía derecho a tener amigos ni amigas, muy escasas personas me
visitaron  durante el período que permanecí en aquella casa.
Anteriormente, dije algo sobre manifestaciones de daño en mi salud.  Progresivamente se fueron
presentando crisis de salivación excesiva y de  ahogo, el aliento se me escapaba, la respiración se
me hacía difícil. A pesar  que personas cercanas me preguntaban sobre mis reacciones y estado,  no
revelaba lo que me estaba pasando, en parte por que no sabía que estas  cosas eran consecuencia
de lo que estaba viviendo, y en parte también, porque  la confianza la tenía resquebrajada a esa
corta edad. La verdad sólo yo la  conocía, aunque no estuviera muy bien enterada de las
afectaciones que en mi  salud estaban ocasionando.
Recuerdo que en una ocasión busqué a mi madre para que me diese algo,  logrando tan sólo un
comentario de que el asunto era nervioso y que sabía  bien las causas. Seguidamente, la escuché
discutir violentamente con Daniel  Ortega, a quien le confirmó “yo ya sé lo que está pasando… ¡sos
un enfermo!”.  Sin embargo, de nada valió esa discusión, pues al día siguiente las cosas  volvieron a
suceder como si nada. No sé si llegarían a algo, pero  evidentemente, si él se comprometió a no
insistir y molestarme no cumplió su  palabra, y si negó todo lo que le dijera mi madre, pues en su
mentira  continuó abusando de mí y burlándose de ella.
Después de sus reuniones y fiestas de adultos, cuando todos ya estaban ebrios  y mi madre sin
condiciones de escuchar gritos ni llantos, él procedía con sus  prácticas ya señaladas.
Me empecé a sentir rechazada por mi madre, cuando por mi estado físico o  conducta me ofendía,
recriminando mi “cara de víctima”, la que según ella,  molestaba y amargaba a todo el mundo; decía
que mi tristeza y aislamiento  contagiaba a toda la familia. Ella criticó mis encierros en la  biblioteca,
acusándome de pretender hacer creer de lo esforzada que era;  criticó mi timidez calificándome de
amargada. Ella siempre juzgó de manera  negativa mi forma de vestir, mi peso, mis gestos, estaba
criticándome todo el  tiempo. Sus pretextos para regañarme iban en aumento y me ponía en
vergüenza  ante los demás. Fueron por estas actitudes que me alejé de ella. La sentí tan  lejana, a
pesar de ser mi madre, la sentí como ser extraño.
Cuando Daniel Ortega notaba mi tristeza por el maltrato recibido de mi madre,  se acercaba
diciéndome que ella era histérica y rencorosa; a su vez, me  recomendaba no hacerle caso, que en
cualquier cosa contara con él. Fue así  que cuando necesité algo, en vez de pedírselo a ella, de quien
seguramente  recibiría ofensas y mal trato, mejor se lo solicitaba a él. Esta nueva situación  me
generó mucho sentimiento de culpa, pues sentía que aceptaba cosas de manos  de mi agresor, pero
en realidad las necesitaba. También, llegué a sentir  mucha confusión, pues la persona a quien temía
y me dañaba, se portaba  supuestamente atenta conmigo, tratando de satisfacer mis necesidades.
Los meses de la Cruzada Nacional de Alfabetización fueron de reposo, pero  pasaron muy pronto y
tuve que regresar. Durante estos meses, recuerdo que  Daniel llegó a visitarme sin mi mamá, yo me
escondí inútilmente, pues mis  compañeras de escuadra me obligaron, inocentes de todo, a recibirlo.
El mismo día de mi regreso de la Cruzada Nacional de Alfabetización, me  recibió con frases como
esta: “… ya tenes chichas. Volviste muy bien, ya  echaste nalgas…”. Para esa fecha ya tenía amigas,
pero él se encargó de  intervenir todas y cada una de mis relaciones de amistad. Mostró  exacerbado
interés de conocerlas, preguntó sobre sus hábitos, niveles de  confiabilidad y procuró hacia ellas
tratos amables. Me interrogaba sobre la  posibilidad de lesbianismo de mis amigas y me acusaba
de una posible  atracción hacia eso. A algunas de ellas les confié la persecución de la que era  objeto
de parte de Daniel Ortega, quienes me dieron razones ingenuas de que  tal vez se tratase de un
padre muy celoso. Una de ellas, que quizás logró  intuir lo que en verdad deseé decir, expresó que
en las telenovelas sucedían  cosas similares.
Intenté tener novio en el colegio. Llegué a tener uno, de quién temí le  llegase a suceder algo malo y
al final rompí con la relación. Yo nunca logré  sentirme bien con las escasas relaciones de amistad
con muchachos, mucho  menos con aquellos que me atraían de manera especial, pues me sentía
sucia,  marcada y culpable por lo que sucedía en la casa. Yo, algo debía hacer y no  podía. Me sentía
culpable de no poder. Pensé que los hombres me rechazarían,  asumía mi fealdad tal y como mi
madre me la inculcaba y restregaba  constantemente; no creí merecer amor por todo lo que en mí
estaba ocurriendo.  Me daba vergüenza y miedo pensar que otras personas supiesen todo. El  mundo
para mí fue mi encierro, mi tristeza y mi soledad. El dolor sólo yo lo  estaba sintiendo, pero qué
costoso estaba resultando aguantarlo, llevarlo de  la manera que lo estaba haciendo, con mis
palabras en el vacío y la  oscuridad.
Nunca tuve con Daniel Ortega una relación de confianza, ésta fue muy  superficial, aunque para mí
era el padre, el jefe de hogar y lo traté siempre  de USTED. Los temas de conversación
generalmente eran en público y propios de  la formalidad padre-hija; aquellos temas eran relativos al
colegio. Las  conversaciones en común se fueron disminuyendo considerablemente, yo evadí  su
presencia la mayor cantidad de veces. Me era difícil disimular mis  emociones de vergüenza, tristeza
y rechazo. Mi madre, más de una vez, me  llamó la atención por no demostrarle afecto en público.
En la medida en que se intensificó el abuso me fue cada vez más difícil. Sus  juegos y manoseos
sexuales se fueron incrementando, se volvieron cada vez más  lesivos. De mi parte, estaba sumida al
miedo, a mi horror a la noche y a la  oscuridad, a mi temblores y visiones de sombras rondando mi
cuarto. El asco  fue creciendo y mi sentimiento de impotencia también, todo fue silencio  excepto
Alicia, la única persona que me escuchó en todo ese período.
Empecé desde entonces a ser un ser silencioso y ensimismado.
III. De los 15 a los 18 años: Violación continuada
Desde Costa Rica vino fraguando la violación y la apropiación de mí, nadie  podía detenerlo,
siempre se encargó de aparentar lo contrario de lo que en  realidad fue conmigo; no lo detuvo nada,
los esfuerzos de mi tía Violeta  fueron vanos y aquel débil reclamo de mi madre. A pesar de las
sospechas de  personas que le rodeaban, no se atrevieron a tocarle el tema ni a sugerirle  nada. Él
fue y sigue siendo un hombre de mucho poder en este país.
Daniel Ortega Saavedra me violó en el año de 1982. No recuerdo con exactitud  el día, pero sí los
hechos. Fue en mi cuarto, tirada en la alfombra por él  mismo, donde no solamente me manoseó sino
que con agresividad y bruscos  movimientos me dañó, sentí mucho dolor y un frío intenso. Lloré y
sentí  nauseas. Todo aquel acto fue forzado, yo no lo deseé nunca, no fue de mi agrado  ni
consentimiento, eso lo juro por mi abuelita a quien tengo presente. Mi  voluntad ya había sido vencida
por él. El eyaculó sobre mi cuerpo para no  correr riesgos de embarazos, y así continuó haciéndolo
durante repetidas  veces; mi boca, mis piernas y pechos fueron las zonas donde más  acostumbró
echar su semen, pese a mi asco y repugnancia. Él ensució mi  cuerpo, lo utilizó a como quiso sin
importarle lo que yo sintiera o pensara.  Lo más importante fue su placer, de mi dolor hizo caso
omiso.
Desde entonces, para mí la vida tuvo un significado doloroso. Las noches  fueron mucho más
temerarias, sus pasos los escuchabas en el pasillo con su  uniforme militar, recuerdo clarito el verde
olivo y los laureles bordados en  su uniforme aún cuando él no se encontrara en el país. Su imagen
invadía toda  aquella casa y me acechaba constantemente, el terror fue una situación  permanente en
el ambiente que habité, sintiéndome cada vez más impotente.  Llegué a sentir que era mi dueño y
temí mucho la reacción de mi madre si le  llegaba a contar lo sucedido, estaba convencida de que no
me creería, por eso  preferí callar. Para mi madre Daniel Ortega llegó a significar todo.
Sí, me llegué a sentir posesionada por él, por lo cual sería rechazada y  culpada por todo el mundo. A
mí nunca me creerían -a cuenta de qué, si era  chavala y él les representaba muchos ideales-.
Evidentemente, todas esas  personas han estado equivocadas, no conocen lo que en verdad es.
En este período continué sintiendo que mi madre no me quería y me debatí en  un mundo de mucha
negatividad, inseguridad e incertidumbre, no llegué a  pensar en mí en tanto mis deseos y
aspiraciones, sino en tanto el animalito  que estaba cautivo en aquella casa, de quien hacía uso y
abuso el hombre que  suponía ser mi padre. Razones para callar las tuve desde mi propia realidad  y
temores, ¿a quién acudir?. Me confundí tanto que lo llegué a considerar  indispensable para mis
necesidades y protección en aquel ámbito solitario, lo  poco que pude haber recibido de aquella
casa fue lo que él me ofreció a costa  de mi silencio y sumisión. Su total apoyo fue garantizado
mientras mi  mansedumbre durara y me mostrara en todo momento dispuesta a ser objeto de  sus
placeres sexuales.
En el último trimestre de 1982 me movilicé en una brigada de corte de café.  No duré todo el período
porque tuve una severa crisis nerviosa con fuertes  dolores de cabeza, asfixia, vómitos y parálisis en
las caderas y piernas que  obligaron mi regreso temprano. El médico que me asistió diagnosticó
causas  sicosomáticas, yo no supe en ese entonces qué significaba aquello, adquirí  conciencia de la
dimensión del daño varios años después.
A pesar de haber cumplido el tratamiento indicado, las crisis continuaron.  Mis encierros en el baño
fueron más frecuentes, no deseé escuchar los regaños  de mi madre porque no lograba
sobreponerme, afirmaba que era cosa mía.  Semanas después, Daniel Ortega empezó a
suministrarme pastillas  tranquilizantes (valium) a escondidas de mi mamá, argumentando que con
ellas  no necesitaría nuevos contactos médicos. Con esas dosis de pastillas transcurrí  un buen
tiempo, él, personalmente, me las aseguraba.
Al año siguiente (1983), me cambié de colegio por vergüenza de mi enfermedad  y de mi regreso
temprano de la jornada de corte. No deseaba que nadie se  enterara de lo que me sucedió. Fue
entonces que ingresé al Instituto  Experimental México, donde incrementé mi participación política y
se afianza  mi conciencia y compromiso revolucionario.
Cuando empecé mis actividades en la Juventud Sandinista 19 de Julio, recuerdo  perfectamente que
Daniel Ortega se ofrecía para ayudarme a realizar algunas  tareas que me encomendaban, orientaba
a sus secretarias confeccionar tickets  de kermes, pasar informes en limpios, entre otras asuntos. Él
siempre se  mostró dispuesto a ayudarme en mis actividades, buscó distintas formas  para
acercarse a mí, para lograr concretar sus intenciones, tal y como  sucedió cuando me hizo pasar a su
oficina personal, donde también abusó de  mí.
Es a partir de mi incorporación política que Daniel Ortega vincula sus actos  en mi contra, en el
contexto político del país y de la Revolución Sandinista.  Me decía insistentemente que yo contribuía a
su estabilidad emocional ante la  supuesta frialdad de mi mamá. Así me lo hizo creer y Ante mí,
constantemente  la descalificaba en su rol de compañera de vida, promoviendo en mí una  imagen
distorsionada. Su Chantaje llegó a tal punto que me provocó lástima y  un sentido de obligación
moral.
Él construyó justificaciones a su conducta, bajo el argumento de que yo,  mediante la consumación
del acto sexual, le proporcionaba estabilidad  emocional, aunque mi respuesta fuese de total
pasividad, y por ende, no  existiera ningún tipo de intercambio, comunicación ni afecto.
Él pensaba que alguien tan ocupado sólo necesitaba sexo y que yo era la  indicada a dárselo. Él me
manipuló y me concibió como objeto sexual de un  líder que se lo merecía todo. Así fue que sucedió
durante seis años,  haciéndome creer que con mi sacrificio aportaba y protegía a la Revolución,  por
eso para mí no fue tan importante el valor y la estima propia, todo lo  que él hacía en mí era por la
Revolución. Llegué a sentir en mis hombros el  insoportable y torturante peso de ésta.
Daniel Ortega decía que yo estaba emocialmente muy mal, que no podía trabajar  y me chantajeaba
afirmando que cualquier decisión mía afectaba su persona y a  la Revolución, que solamente yo le
daba tranquilidad de espíritu y así podía  cumplir mejor con los altos deberes para los cuales lo citó la
historia. En  diferentes momentos, me afirmó que la felicidad no existe, que la vida es un  valle de
amarguras y que debía aprender a vivir con lo que él me daba, porque  nunca tendría algo más que
eso. Buscar la felicidad para uno, en su concepto,  es un acto egoísta y ponerse por encima de la
Revolución.
Cuando empecé a realizar actividades estudiantiles y políticas fuera de la  casa, ya contaba con mis
quince años cumplidos. Las medidas de seguridad  -mejor dicho, de control- se incrementaron
considerablemente. Fue notorio que  éstas se exacerbaron más en mí que en cualquier otro miembro
de mi familia e  hijos de otros dirigentes. Él me asignó un chofer y escoltas que en ocasiones  me
ayudaron a burlar los horarios y sus medidas; éste fue un intento de  evitar mi vinculación con
muchachos o amigos.
Daniel Ortega, personalmente, interrogaba a los conductores sobre las  actividades que yo
realizaba, creo que en el fondo temía en la posibilidad de  que intimara con alguien y les confiara mi
situación, o que bien, a través de  mis relaciones políticas y sociales adquiriera conciencia de la
gravedad de  los hechos a los que él me estaba sometiendo y el daño personal que me  causaba.
Llegué a creer que mi sacrificio realmente aportaba a la Revolución.  Sin embargo, nunca estuve
consciente de los altos costos que esto traía para  mi desarrollo individual.
Ahora, consciente y en pleno conocimiento del daño y de las secuelas,  entiendo que durante mi
adolescencia generé mecanismos de evasión que  limitaron el desarrollo de mi propia conciencia,
busqué formas de escape, de  olvido de la vida que tenía, pero era imposible, mi cabeza era un
rodeo de  imágenes y fantasmas. La dimensión del daño lo entendí varios años después,  siempre fui
una joven enfermiza, débil. Daniel Ortega siempre pretendió mi  encierro, nunca deseó mi
crecimiento personal y sicológico, mi despertar. Me  mantuvo por muchos años en el oscurantismo
sobre la vida y sobre mí misma, me  desplazaba en un mundo muy limitado y restringido. Él es el
culpable de la  destrucción de mi adolescencia y juventud. Los daños en mi cuerpo y en mi mente  han
tenido consecuencias irreparables.
En esta etapa, Daniel Ortega esperaba mi regreso de clases todas las tardes  en la casa. Recuerdo,
que intenté varias veces quedarme en el Colegio con la  excusa de participar en reuniones, pero
orientaba al Puesto de Mando  localizarme vía telefónica. Una vez en casa, la escena se repetía una
y otra  vez.
El acto sexual siempre siguió los mismos patrones de agresividad. En varias  ocasiones logré que
no me quitara la ropa para no sentirme desnuda. Me  atemorizaba mucho la prolongación de las
sesiones con la puerta bajo llave,  tenía que persuadirlo de que me dejara en paz, pero él continuaba
hasta  satisfacerse completamente.
Durante aquellos actos cerraba los ojos, no quería verlo desnudo o  semi-desnudo. Por esa razón, no
conozco partes de su cuerpo, pues me  resultaba asqueroso. Mis ojos cerrados fueron una especie
de valla de  protección mental, aunque mi cuerpo estuviese siendo violado continuamente. En  la
oscuridad interior logré soportar todos aquellos bruscos e hirientes  movimientos. Para mí eran,
sencillamente, inexplicables aquellos actos y  actitudes hacia mí.
Sus prácticas sexuales, haciendo uso de mí, las realizó en sillas, haciendo  posiciones extrañas y me
obligaba a decirle frases obscenas a fin de  excitarlo o realizar sus propias fantasías, las que nunca
fueron mías pues lo  que viví fue un infierno. En su vulgaridad y morbosidad, me hacía repetir  insultos
en mi contra u obligarme a responderle afirmativamente a las  siguientes preguntas: “¿Verdad que
sos puta?, ¿verdad que te gusta que te  pegue?, ¿te gustaría hacerlo con dos penes?”, etc.
Daniel Ortega me infundió temores hacia mi madre. Me chantajeaba diciéndome  que ella sabía todo
lo que pasaba y que su rechazo hacia mí era para siempre.  Mi madre, según él, jamás me
perdonaría. Por otro lado, la indiferencia y el  maltrato de ella deterioró mucho la comunicación entre
las dos.
Las supuestas atenciones de mi agresor fueron en ascenso, incluso, en cosas  que me hicieron creer
que se trataba de algún tipo de afecto, aunque  persistieron las lesiones a mi cuerpo y mi salud
mental, eso me causaba  tremendas confusiones. En él siempre hubo una actitud obsesiva a grados
tales  de hacerme poemas y cartas donde reiteraba sus mensajes de chantajes afectivos,  insistía en
decirme hablarme de su supuesto amor por mí, hizo múltiples  llamadas telefónicas desde el exterior
y me traía regalos especiales al  regreso de sus viajes, y según él, dedicó tiempo para cultivarme,
compensando  así, seguramente, su daño. Mi confusión fue tremenda, no sabía qué  significaba
Daniel Ortega en mi vida, porque además de seguro agresor, de  momentos se comportaba como
protector, lo miraba como líder político, sentía  asco por su vulgaridad, y no sé que más. Lo que es
peor aún, llegué a sentir  que era la única persona que atendía mis necesidades humanas, pero a la
vez  me concebía su propiedad personal y estuve sometida a sus designios.
También me dio interpretaciones míticas de lo que estaba viviendo. Me decía  que la vida me había
conducido hacia él, después de tantos años de lucha,  como una especie de premio y que esas
condiciones difíciles eran parte de mi  destino. Él buscó formas de deformación de mi dolor y
sufrimiento, trató de  justificar sus actos violentos y lo adjudicó a algo predestinado. Me decía que  en
mis ojos se notaba mi predestinación hacia él, quien me daba al fin y al  cabo amor, aunque éste
fuese a como era.
Me fue imposible buscar ayuda en mis familiares maternos, pues la política  los dividió. Mi abuelito
fue confiscado por la Revolución y mis tías se  separaron de mi madre por razones que desconozco.
Esta situación me agregaba  mayor inseguridad, pensé que podrían rechazarme por los problemas
que tenían  con mi mamá. Confiar en otras personas era algo imposible, quizás por mi  propia
vergüenza y miedo.
A lo único que me atreví a compartir con algunas profesoras fueron los  problemas con mi madre,
pero nunca dije los motivos reales. Y fue en este  momento de extrema necesidad de amistad y
compañía que conocí a Ana  Clemencia, quien desde entonces ha sido para mí una gran amiga y
soporte  importante a lo largo de muchos años.
Mi madre continuó teniendo evidencias de los actos de Daniel Ortega y del  deterioro de mi
personalidad. En 1983 habló conmigo, diciéndome que le estaba  arruinando su vida y la de mis
hermanos, me propuso que me fuera a Cuba. Ella  me estaba culpando de la situación y su solución
era irme al exterior -a una  especie de exilio- para que Daniel Ortega me dejara en paz y yo, a su  vez,
dejara en paz a ella y a la familia. Resultó que YO era el problema de  la familia. Para mi madre,
aquella relación era con mi consentimiento, lo que  en verdad nunca ocurrió; yo fui objeto de
violaciones, abusos y agresiones  permanentemente en su propia casa por Daniel Ortega. Tuve
mucho temor de irme  a Cuba, pues sentí que lo haría bajo condiciones de abandono y expulsión  de
mi familia. También me sentí muy frágil, y tal como sucedió cuando fui a  la primera jornada de corte
de café, mi salud sucumbió y me quebranté ante  imágenes, malestares emocionales y físicos,
manifestaciones de tristeza,  angustias y feos recuerdos. Mis traumas y debilidades eran cada vez
mayores.  Pensaba que si me iba a Cuba me enfermaría y que perdería a mi familia. Daniel  Ortega
me decía que mi madre se vengaría de por vida de mí, dado que siempre  ha sido rencorosa y de
esta forma se deshacía de mí. No tuve más remedio que  el silencio, pero dentro de mí un mar de
contradicciones y suposiciones me  invadieron. No acepté irme, tuve terror de caer enferma y no
poder decir lo  que en verdad me ocurría, no poder decir las cosas que sucedían en mi  cabeza.
El decaimiento y la depresión fueron mi constante, mis actividades sociales  se circunscribieron a las
actividades políticas, los círculos de amigos me  los negué o fueron frustrados. No me atreví a
establecer relaciones de  amistad por temor al rechazo, por la suciedad que sentí. Mis dolores  de
cabeza se intensificaron, a lo que él justificaba como producto de mis  actividades políticas y los
estudios, me instaba a resistirlos por ser un  asunto de conciencia, y me ponía ejemplos de otros
líderes.
La discriminación de mi madre llegó hasta desvalorizar mi participación  política, decía que mi
objetivo era llamar la atención de Daniel Ortega y  competir con ella. Su rechazo continuó hasta el
punto de presionarme para que  me trasladara a vivir a la casa vecina y así, según ella, librarnos
todos del  conflicto. Entendí en sus presiones rechazo y desprotección hacia mí, pues me  estaba
asumiendo como el problema en su relación con Daniel Ortega. Desde su  óptica yo era la
responsable de toda aquella situación.
Finalmente, sintiéndome rechazada y presionada me trasladé a la casa contigua  a la que
habitamos, convirtiéndome en la vecina de mi propia familia. Esta  casa se comunica con la otra a
través de un pasadizo, lo que fue perfecto  para mi agresor, pues se le facilitaban sus cruzadas
cuando lo deseaba sin  vigilancia externa. En esta casa dormían las trabajadoras domésticas, yo  viví
ese tiempo entre ellas, cruzándome también de cuartos en busca de  protección. Mis necesidades
alimenticias y de servicios fueron desatendidas  por instrucciones de mi madre, fue un castigo.
Prohibió que me pasaran  comidas, dejó de abastecerme de ropa y suspendió toda comunicación
conmigo,  no me dirigía la palabra para nada. Cuando deseaba ver a mis hermanitos tenía  que
hacerlo a escondidas, en horas que ella no se encontrara a fin de no  provocarle molestias, o bien,
que no me sorprendiera en las entradas y  salidas. Alicia muchas veces me los llevó a escondidas a
la otra casa para  estar un rato con ello.
Las trabajadoras domésticas trataron de ayudarme, sentían mucha lástima.  Ellas se arriesgaron a
darme de comer a escondidas, las instrucción de mi  madre fueron terminantes. A veces mi madre
me vestía con la misma ropa que  les compraba a las trabajadoras. De esta situación fue conocedor
Daniel  Ortega, quien solicitó de forma sigilosa a las trabajadoras que me suministraran  alimentos
con mucha prudencia; luego, me facilitó dinero para que contratara  a una empleada particular. Él, de
alguna manera, se había constituido en la  única persona que mostró preocupación por atender mis
necesidades  materiales.
Mi adolescencia y los primeros años de mi juventud, los concluí marcada por  las secuelas de seis
años de agresión y acoso. Mi familia no estaba siendo mi  familia, me convertí en un ser solitario,
cautivo y triste. Mi situación era  lamentable, estaba seriamente afectada y mi crecimiento sicológico
no fue  normal. Las diversas crisis nerviosas que enfrenté me hicieron muy frágil, con  profundas
depresiones y vulnerabilidad. A mis quince años no tenía conciencia  de mí misma, el concepto
auto-estima lo desconocía, nadie nunca me habló de  ello.
En estos años, mi historia se resumió en ser el objeto sexual que Daniel  Ortega usó para
satisfacerse, que con atenciones y manipulaciones me hizo ser  muy dependiente de él, a pesar de
mi dolor y rechazo. Yo nunca quise esa  situación para mí, pero no sé cómo la viví y traté de
sobrevivir, quizás sin  proponérmelo.
En dos benditas ocasiones participé en jornadas completas de cortes de café  en las haciendas de
Matagalpa, gracias al apoyo que siempre me brindaron mis  amigas más cercanas. Él, al menos
cada dos semanas, buscó la forma de llegar  a Matagalpa y a escondidas de mi madre me visitaba
o me mandaba a traer con  sus agentes de seguridad, quienes me llevaban a la casa de protocolo
de  Matagalpa. Recuerdo que en una ocasión me hizo venir a Managua, sólo porque él  así lo deseó y
usar mi cuerpo.
Durante ese tiempo mi agresor montó todo un cerco de seguridad en torno mío.  Las veces que yo
salí a los cortes de café, por lo menos me hizo acompañar de  cinco escoltas, más el jefe. Su
propósito fue mantenerme aislada de los demás  jóvenes, por esa razón siempre dormía aparte,
retirada de mi escuadra.  Solamente dos o tres amigas podían estar cercanas a mí, a las que  dedicó
atención especial cultivando una especie de lealtad hacia él, pues  creo que intuyó que sospechaban
de mi situación. A como fue normal entre las  brigadistas, yo no recibí ningún tipo de avituallamiento
de mi madre, fue  Alicia quien me preparó los paquetitos y me los enviaba con él o mis amigas  hasta
donde me encontraba; a mi madre yo no le importé.
Daniel Ortega, haciendo uso de su gran poder, intensificó su morbo y fantasía  sexuales usándome.
Recuerdo que en uno de mis regresos de los períodos de  movilización, filmó el momento de una de
tantas y continuadas copulaciones no  deseadas, luego me obligó a que viéramos el video juntos,
como una segunda  tanda de placer para él. Después de este nuevo ingrediente a sus  aberraciones,
me forzó a hacer el acto sexual con él en presencia de  terceros; también comenzó a utilizar objetos,
a golpearme, a comprarme ropa  interior que lo estimulara y me obligó a practicarle sexo oral con
mucho  maltrato. En muchas ocasiones se propuso hacer el sexo contra natura, lo que de  alguna
forma logré impedírselo, no sé cómo, pero se lo impedí. Me obligó a  pronunciar palabras y frases
soeces para excitarse. Una vez avanzado el  tiempo de continuados abusos y violaciones, estiló
hacer estas prácticas en  la biblioteca, en los pasillos de la actual casa de la familia Ortega Murillo,  la
sala donde estaba el televisor (frente a la cocina), en las áreas de  lavandería, en el gimnasio y en la
casa donde mi mamá me mandó a vivir  (adjunta a la principal). Todos estos actos fueron a
escondidas.
A los dieciocho años me gradué de bachiller en el Instituto Experimental  México, en diciembre de
1985.
IV. De los 19 a los 23 años: Intensificación del abuso e intentos de  escapar
Cuando cumplí mis diecinueve años, las actividades que me distraían eran las  que realizaba en la
Juventud Sandinista, donde se encontraban mis amigos.  Fuera de la casa no me sentí segura, pues
mis males fueron en aumento,  emocionalmente estuve muy quebrantada, las jaquecas desde meses
atrás me  atacaban constantemente, sufrí sonambulismo, bulimia y reiteradas y  profundas
depresiones. Creí volverme loca.
Los lugares públicos y el grupo para mí fueron negados desde cuando Daniel  Ortega se propuso
poseerme. Mis amigos me reclamaban mi falta de sociabilidad  y pensaron que era cuestión de
distinción y falta de humildad al no departir  con ello. A la fecha, esta situación no está totalmente
superada.
A la edad de diecinueve años, con prolongados abusos y agresiones sexuales,  permanecí en
cautiverio sufriendo constantes daños físicos, morales y  síquicos; reitero que emocionalmente
estaba quebrantada, sentía que mi madre  no me amaba y no llegué a creer en la estima que otras
personas tenían para  conmigo. Paradójicamente, la casa fue como un obligado refugio, pues  en
definitivas entendí que allí se encontraba mi “protector”, que con  seguridad me indicaba la dosis de
píldoras que debía tomar para eliminar mis  jaquecas y depresiones. Fue él, en verdad, que no me
permitió ingerir más de  una dosis por temor a que yo pudiese cometer una locura.
Al comenzar el año 1986 sufrí de una crisis de salud muy severa, que me  impidió ingresar a la
Universidad. Ésta consistió en intensos y frecuentes  dolores de cabeza, mareos y malestares
gastro-intestinales que me indujeron  al uso abusivo de laxantes para limpiarme. También hacía uso
de las píldoras  tranquilizantes que mi agresor me suministraba pero que ya no surtía el  mismo
efecto, entonces procedí a hacer mezclas de varios tipo de píldoras  para sentirme aliviada
momentáneamente. A pesar de mi precario estado de  salud él no cesó en sus agresiones sexuales.
El chequeo médico vino cuando las cefaleas fueron cada vez más fuertes y  fulminantes, a grado
tales que paralizó mi actividad intelectual casi por  completo y me impidió llevar una vida normal. Los
diferentes tipos de  exámenes que me practicaron (electroencefalograma, oftalmológicos, etc.),  tanto
en Cuba como en Nicaragua, concluyeron que mis problemas eran de tipo  sicosomáticos.
Preocupada por la continuidad de mis estudios, me preocupé por primera vez de  mi estado físico y
acudí con mayor decisión al médico, a quien le confié lo  que me estaba sucediendo y lo que había
sido de mi corta vida. Quizás fue  éste el primer intento que hice para huir de todo aquello. Durante
varios  meses recibí atención médica para superar mis problemas gastro-intestinal e  intentar
desarrollar una terapia sicológica.
El Médico que me atendía, fue objeto de muchas presiones hasta ser obligado a  entregar mi
expediente clínico a asistentes personales de Daniel Ortega,  además de montarle toda una trama
en su contra para evitar contacto conmigo.  De mi precario estado de salud, se dijo públicamente
que era producto de un  agotamiento físico, mental y emocional, derivado de la confluencia  de
actividades políticas y académicas.
La enfermedad agudizó mi aislamiento, la ausencia de madre, hermanos y amigos  fue evidente. Mis
propios dolores de cabeza eran causa de mi estado de  aislamiento casi total, recuerdo que Ana
Clemencia cuando en una ocasión me  visitó tuvo que marcharse porque de pronto me volvió el mal
que no me  permitió sostener conversación.
Mi aislamiento por mi condición de salud fue tal, que hubieron días que sólo  tuve contacto humano
con mi agresor y con Alicia; el primero, en condiciones  forzadas y en función de sus satisfacciones;
y la segunda, se acercaba para  darme compañía en los momentos libres que tenía en el cuido de
mis  hermanitos. Daniel Ortega llegó a llamarme por teléfono hasta cada dos horas, y  a veces en
menor tiempo para conocer de mi estado de salud, mostrando una  supuesta preocupación, siendo
él mismo el causante de mi estado.
Siempre estuve sola, cercada, sitiada. Daniel Ortega llegó a ubicarse como la  única persona con
quien tenía la posibilidad de sentirme protegida y segura  en términos de mi estado de salud. El
sabía qué hacer con mi salud, según  llegué a pensar. Hubo momentos en que sentí tanto miedo a las
crisis  nerviosas que prefería estar cerca de él a pesar de sus vicios y brusquedades,  lo importante
para mí fue saber qué hacer a la hora de mis depresiones y  angustias que me hacían sentir morir.
Fue una constante tortura.
Realmente, en mí privó un sentimiento de dependencia. Él llegó a ser una  especie de persona
omnipresente y todopoderosa, era mi única opción posible,  y a la vez, el ser del que más deseaba
liberarme. Obviamente, Daniel Ortega  fue creando ambientes y situaciones favorables a él para
ubicarme en una  relación de extrema dependencia y respeto político, el grado fue tal, que llegué  a
creer que solamente él era conocedor de mis estados emocionales y quien  sabía perfectamente el
tipo de medicamento o píldora a suministrarme.
En el más soberano irrespeto a mi estado, Daniel Ortega empeoró sus prácticas  sexuales conmigo
buscando lugares de mayores riesgos, me citaba en la  oscuridad de la cocina, a media noche o en
horas de la madrugada, me hizo  caminar sin ropa por los rincones, moverme de diferentes maneras
buscando su  excitación. Llegó, en un momento determinado, a utilizar objetos contundentes y  a
proponerme introducirlos en mi vagina.
Me trató peor que a una mujer que vende su cuerpo. Siempre se refirió a mí  ordenándome sobre
cómo ubicarme para su mayor satisfacción, me insultaba con  palabras vulgares y morbosas.
Siempre ordenó y no tuve valor ni fuerza  necesaria para resistirme.
Viví temiendo ser encontrada por alguien en la casa, viví pendiente de esto  todo el tiempo; por un
lado deseé escapar definitivamente, y por otro, me dio  miedo que se conociera la verdad para no
ser rechazada ni odiada. A él  siempre lo observé tranquilo, sin preocuparle nada de estas cosas
que yo  pensaba y sentía.
Deseando huir de la situación insostenible en que me encontraba, decidí  realizar estudios de inglés
en Inglaterra, constituyéndose además en una  segundo gesto de preocupación por mí, pues además
de pensar en mi superación  académica, pensé en la oportunidad que se me presentaba para
escapar de aquel  áspero mundo. Sin embargo, el intento fue fallido, pues Daniel Ortega se  encargó
de llamar telefónicamente todos los días, sin importarles horarios,  fue igual una llamada a las 3 de la
madrugada que a cualquier otra hora. No  logré estar fuera de su alcance.
Las llamadas telefónicas fueron un recursos que utilizó con bastante  frecuencia cuando no era
posible el contacto físico, en ellas me pedía que le  recordara escenas de las prácticas sexuales
para excitarse y masturbarse. El  teléfono llegó a significar para mí un objeto que llegué a temer, del
que  sentí rechazo. Estas llamadas las hizo a teléfonos públicos de la Escuela en  Inglaterra, lo que
me provocó tensiones, claustrofobia, angustias,  desesperaciones y miedo a un país desconocido, a
un ambiente distinto;  entonces, a los quince días tuve que regresar a Nicaragua.
Durante toda mi estancia en Inglaterra, una joven de Seguridad personal me  acompañó a solicitud
de mi agresor. Yo confié en ella, creo que necesitaba  confiar en alguien. En lo que pudo me ayudó
mucho.
Una vez de regreso, se acentuó la sensación de no tener escapatorias ni  varios miles de kilómetros
de Nicaragua, estaba fuera del alcance de la  persecución y el acoso. Pensé que tenía que
resignarme al fin.
En este período, más que ningún otro, llegué a creer con mayores fuerzas que  mi destino era
soportar aquella vida, sus aberraciones. Me preguntaba sobre  la certeza de la supuesta estabilidad
emocional que le daba y del rol que,  según él, yo tenía en la revolución: ser su objeto sexual
disponible  permanentemente. Ese era, pues, mi aporte a la revolución, según debía  interpretar. De
esa manera no sólo me interné en el silencio, sino que obligó  a estar sumergida en su
descomposición y corrupción desde el poder.
Mi madre, días después de mi regreso de Inglaterra, se sensibilizó – eso  creí- de mis problemas de
salud e intentó ayudarme, me brindó la posibilidad  de colaborar con las actividades logísticas de su
oficina, en la Asociación  de Trabajadores de la Cultura (Abril 1986), lo que me permitió  tenerla
cercana y conocer sus grandes cualidades como artista y profesional.  Disfruté mucho acompañarla
en sus reuniones, compartir jornadas de ejercicios  físicos; por primera vez en la vida mi madre me
valoraba y por lo menos me  hizo creer que se sentía orgullosa de mi trabajo.
La vigilancia se reforzó ante mi momentánea salida de su área de control e  influencia -me
encontraba trabajando en la ASTC-. Cada vez que a él se le  hizo difícil localizarme, procedía a
formular interrogatorios sobre posibles  relaciones con otros hombres, inventando escenarios y
tramas que eran parte  de su excitación.
Desde los once años me sentí vigilada, desde entonces conocí el espionaje.  Viví en un permanente
estado de sitio.
Hacia los hombres desarrollé temor, no me gustó sostener con ellos ningún  tipo de contacto físico,
no aceptaba siquiera como saludo un beso en la  mejilla, detesté el licor y no me gustaban los
cumplidos a mis atributos  físicos. Toda alusión a mi cuerpo la tomaba como ofensa, pues lo que
recibí  siempre fue morbosidad. Por esa razón, nunca me sentí a gusto en círculos o  actividades
social-recreativas. Evidentemente, Daniel Ortega había logrado mi  inhibición y ensimismamiento,
pues para mí, él era el prototipo de los  hombres y no deseé que nadie me hiciese más daño. Pensé
que los hombres sólo  sabían de morbo. No conocía un hombre que me tuviese carino sin  intenciones
sexuales, él no me permitió establecer ni profundizar relación  con algún hombre. Mi temor a él se
trasladó a todos los hombres, y fue como  no querer recibir más daño.
En una ocasión, mi propia madre impidió relaciones de amistad con  posibilidades a noviazgo,
cuando advirtió a un amigo con quien tuve mucha  identificación y afinidad, diciéndole: “ahí no te
metas, no te conviene… vas  a hacerte daño”. Exactamente no sé si se refirió al cerco que tenía
montado  sobre mí Daniel Ortega, o, a mi actitud respecto a él.
Yo no he logrado entender el porqué mi madre aparentó una actitud de  resignación ante la posesión
que sobre mí tenía su compañero de vida.
Los intentos de vínculo afectivo con mi madre se vieron frustrados, pues para  mí resultó difícil ser
usada por Daniel Ortega sistemáticamente en la  biblioteca de la casa y en su oficina, y luego
compartir tiempo de trabajo o  de intercambio materno-filial. Hay que recordar, que de ella solamente
tenía  las referencias de prepotente, agresiva e impositiva que él mismo me inculcó.  Sinceramente,
llegué a admirar su trabajo y a tenerle aprecio, por lo que  hice esfuerzos por evitar situaciones
desagradables, como ejemplo que se  manifestara algo que dejara entrever la situación que sobre
mí imponía su  compañero. Hubo momento que fingí estados de ánimos, que oculté situaciones  y
nunca me permití pedirle ayuda por falta de confianza. Estaba segura que si  volvía a mencionar el
asunto, de alguna manera me culparía y me castigaría.  Sí, tuve miedo a perderla de nuevo, aunque la
recuperación no había sido  total. Mi aislamiento y soledad continuó siendo la constante de mi vida.
Fue Daniel quien me obligó a suspender mis labores en la ASTC (inicios de  1987), diciendo que mi
madre empezaría a tratarme mal y a vengarse con  ofensas, que esa buena relación no duraría
mucho. Nuevamente cedí ante las  presiones de mi agresor, le informé a mi madre mi decisión de
retirarme de su  oficina, a la que reaccionó con resentimiento y rechazo, pues pensó y reiteró el  viejo
argumento de que yo mantenía una relación voluntaria con Daniel Ortega  y me retiraba de la ASTC
para reiniciarla. Creo, que de alguna manera pensó,  que tenerme cerca de ella me protegía y me
mantenía alejada de mi agresor.  Ninguna de las dos se atrevió a abordar el asunto de manera clara
y  contundente, ya habían pasado cinco años desde la última alusión sobre el  asunto. Ambas
estábamos siendo silenciadas por el poder de Daniel Ortega y  sus vicios.
La cercanía con mi madre duró apenas 7 meses. Esa fue la primera y única  oportunidad que ambas
tuvimos, al menos en el ámbito de una relación laboral.  Como resultado inmediato de mi retiro
retomó las posiciones de antes, dejó de  comunicarse conmigo totalmente y volví a sentir su
lacerante  indiferencia.
En este período cumplí mi mayoría de edad, quizás por eso recibí un trato que  fue más allá de
cualquier consideración a mi condición de mujer, mi dignidad  fue más severamente lesionada con
sus exasperantes prácticas sexuales. Sus  atrevimientos llegaron a grados tales, que no le importó
citarme a la Casa de  Gobierno, en el lugar de descanso de su despacho, e intentar ahí  mismo
sostener relaciones en presencia de terceros, obligándome a ingerir  licor para vencer la vergüenza y
la timidez.
A nivel social, todavía mantuve un marco de relaciones restringidas, pues  debía compartimentación
y secreto para beneficio de la revolución, según me  decía. Él continuó alimentando mis miedos y
dependencia.
Cuando estuve totalmente dependiente, yo misma, a veces, requería llamarle  ante la inminencia de
una nueva crisis de salud, o bien, pedirle autorización  para participar en algún asunto especial de la
Juventud Sandinista. Mi  agresor llamaba constantemente a la casa para controlar mis entradas  y
salidas o saber de mi paradero cuando no me encontraba en casa. Llegué a  tener dos tipos de
conducta e interacción con él: la primera, durante sus  prácticas sexuales donde yo no hablaba,
solamente recibía órdenes; y la  segunda, cuando me llamaba por teléfono asumiendo su papel de
protector, de  líder, de padre. Siempre lo miré como si representaba a dos personas en una,  eso
alimentó mis confusiones.
Para desahogarme hacía ejercicios constantemente. No he visitado a la fecha  una discoteca. Yo
continuaba siendo un objeto sexual de él.
En este período, logré expresarle por primera vez mis sufrimientos, le  reclamé por sus ultrajes en
sus prácticas sexuales, a lo que reaccionó  calificándome de lesbiana por no gustarme lo que me
hacía y enseñaba, para  luego abundar en explicaciones persuasivas, tales como: mi destino era
ese,  mi vida no era perfecta, que debía agradecer a la vida ciertos privilegios y que  la fatalidad la
llevaba escrita en mis ojos.
Fue en 1986 que intenté huir de la casa y de sus imposiciones brutales e  injustas, pero ésta no duró
mucho porque me obligó a regresar nuevamente. En  esta ocasión estuve dos días donde una amiga
y luego donde mi tía Violeta,  también le solicité apoyo a mi mamá, atendiendo sus sugerencias de
irme  lejos, pero no lo hizo, más bien dijo que procediera por mi propia cuenta.
Daniel Ortega emprendió una secreta pero intensa búsqueda de mi persona,  encabezada por mi
hermano Rafael con el apoyo de escoltas. Éste me ubicó en  casa de una amiga y a pesar de mi
negativa, finalmente comprendí que mi amiga  corría riesgos por el hecho de refugiar a la hija del
Presidente de la  República de Nicaragua.
Busqué hablar con un amigo cercano a mi agresor, para persuadirle que me  dejara vivir en otro
lugar y hacer mi vida. Esta persona sólo pudo ofrecerme  un local donde habitar. Una vez trasladada
a ese lugar, la persecución  continuó.
De sus labios salieron argumentos como estos: “te quiero a ti no a tu mamá,  pero el costo político
de que esto se sepa sería enorme”, tratando de  convencerme de que lo suyo era amor y que por ello
debía sentirme orgullosa.  Siempre me trabajó la mente para asumir una complicidad natural, sin que
me  cuestionara su traición a mi madre ni su inmoralidad.
Nuevamente regresé a la casa vecina de la familia Ortega Murillo. Mi madre  envió al mismo cuarto
que ocupé a un menor, hijo de una las trabajadoras  domésticas, lo que no impidió su presencia a fin
de tocar mi cuerpo y  ordenarme seguirlo. Cuando no era posible, me llamaba por  teléfono
orientándome ir a la biblioteca, a la sala cuando estaba vacía, al  área cercana a la lavandería,
obligándome a tener relaciones en escritorios,  en el piso, en muebles o dónde se le ocurría. A veces
me indicaba que me  apareciera sin ropa interior.
Daniel Ortega conoció de mi participación en actividades políticas fuera de  Managua, mandó a sus
escoltas por mí y me llevaron a la casa de protocolo de  la Comandancia General del Ejército, y bajo
el pretexto de que se sentía  sumamente deprimido procedió una vez más a usar mi cuerpo.
En varias ocasiones, mi madre supo de los encierros en la biblioteca,  dirigiéndose al lugar y
emprendiéndola a golpes y patadas contra la puerta,  desde afuera gritaba que sabía quiénes nos
encontrábamos allí. Él me lanzaba  por la ventana que comunica con la casa vecina que estaba
habitando, y por  ese lado lograba escapar. Recuerdo claramente los minutos prolongados  de
taquicardia y el pánico ante la posibilidad de ser golpeada por mi madre.  De aquella situación me
sentía culpable porque imaginaba lo humillante que  también para mi madre representaba aquella
situación, aunque me considerara  parte del problema. Ambas estábamos siendo víctimas.
Escapar por una ventana me hizo sentir delincuente y sucia. Fue denigrante  huir a veces con la ropa
interior en mis manos. Estuve sometida a realizar  relaciones sexuales forzosas y a estar bajo
presión constante por estar  haciendo algo escondido y la posibilidad de ser descubiertos por mi
mamá.
Así fue también durante las campañas electorales (1984 y 1990), me indicaba  que estuviera
despierta a su regreso en horas de la madrugada para lo mismo.  Yo debía estar siempre lista y
dispuesta a trasladarme a la biblioteca o que  en algún rincón del cuarto o el baño, en una silla, para
no ser advertido por  el niño que dormía conmigo, proceder a abusar sexualmente de mi y ponerme
de  la manera que él deseara. Muchas veces sentí que de no hacerlo estaba faltando a  mi obligación.
Sí, era una especie de venadito amarrado a expensas del amo o  su dueño. Los malestares
continuaban y se profundizaban. Durante todo este  tiempo mi agresor acostumbró el uso de
preservativos.
En un intento de presionarme públicamente, mi madre confió a un familiar  cercano que por mi culpa
Daniel Ortega se estaba alejando de ella. Esta  persona la emprendió contra mí, me culpabilizó y me
pidió dejar de hacer  daño. Definitivamente, ya me sentía rechazada por todo el mundo y hasta por  mí
misma.
 V. 1986 – 1990: La escapatoria instintiva, agudización del abuso, desarrollo  de fortalezas mínimas
En 1986, teniendo diecinueve años de edad, de los cuales ocho eran de abusos  en mi contra, fui
adoptada como hija de Daniel Ortega Saavedra con el  consentimiento de mi madre. Días después,
él me dijo que ese acto debía  significar un vínculo parecido al del matrimonio. Esa adopción era un
enlace,  una forma de casamiento; es decir, que llevaba su apellido no por ser hija de  él, sino por ser
su objeto sexual.
A mis veinte años de edad continué cautiva y profundamente sola y aislada. A  pesar de haber
pasado ya tanto tiempo, nadie sospechaba (tal parece) de las  anomalías en aquella casa, nadie
preguntó sobre mis llegadas a la Casa de  Gobierno a altas horas de la noche, las compañeras del
servicio viendo el  rechazo de mi madre no me preguntaban nada, tal parecía que  nadie,
absolutamente nadie, se extrañaba de mi encierro. Pero estoy segura  que varias personas
estuvieron al tanto del asunto.
En 1987 intenté de nuevo ingresar a la Universidad, en la facultad de  sociología, carrera por la que
me sentí inclinada y la que ahora es mi  profesión. Al poco tiempo, también me vi obligada a
retirarme por mis  padecimientos de salud. Una vez más se detuvo mi proceso de  formación
académica por su causa.
Mi situación de salud fue cada vez más insostenible, mis crisis continuaron,  el sonambulismo se
agravó a extremos que se producía todas las noches. Las  domésticas, los agentes de seguridad y el
mismo Daniel Ortega me encontraron  en varios ocasiones rondando en las afueras e interiores de la
casa. Esto  sucedía a intervalos de dos horas durante las noches y horas de siesta los fines  de
semanas.
Por muchos años me dio vergüenza reconocer que era sonámbula, pero la  situación llegó a tal
extremo que me decidí a confiárselo a mi madre, después  de dos años y de sentirme muy agotada,
esperé ayuda de su parte. Durante un  viaje común de la familia a México, a pesar del temor de mi
agresor, ella me  envió a un sicólogo con la finalidad de diagnosticar las causas de  mi
sonambulismo, a lo que el médico concluyó que dado la normalidad de las  actividades
inconscientes que realizaba en mi estado sonámbulo, la situación  era reflejo de la necesidad interior
de liberarme de cosas que me estaban  afectando, era el nacimiento de otra personalidad que
surgía en las noches  para tener otra vida y ser libre.
Para superar mis secuelas, y particularmente mi sonambulismo, fui tratada con  hipnosis, tratamiento
para epilépticos, etc. Durante las sesiones de  hipnosis, hice esfuerzos por no concentrarme para
evitar decir la verdad,  pues estaba bajo amenaza permanente.
En relación a la bulimia, sentí una necesidad de llenar con comida mis vacíos  personales (cariño,
apoyo y protección), posteriormente me provocaba defecar  o vomitar en grandes cantidades para
limpiar mi cuerpo interior de la  suciedad que a diario sentía. En esta etapa subí demasiado de peso
y  manifesté problemas musculares.
Mis crisis depresivas se tornaron mucho más severas. Ante la inminencia de  éstas buscaba a mi
agresor con el propósito de que me enviara las píldoras  acostumbradas. El miedo a mis crisis y la
necesidad de la píldoras, me  convirtieron en un ser altamente dependiente de él. Recuerdo que
cada vez que  se me presentaban las crisis no permití que otras personas me observaran y  me
encerraba. Cuando se me presentaron problemas más serios, Daniel Ortega me  instruyó sobre las
salas cercanas al lugar donde la Dirección Nacional  efectuaba sus sesiones (edificio conocido
como La Secretaría), para que  cuando necesitara de las píldoras lo localizara con facilidad, o  bien,
enviara un mensaje a través de una joven de seguridad personal.
Yo no tuve, realmente, oportunidad de una atención médica seria y  sistemática, porque siempre se
argumentó la no conveniencia “por problemas de  confiabilidad política”.
Mi agresor, en un intento de buscar formas de estabilizarme emocionalmente,  logró ubicarme
laboralmente en el Equipo de Apoyo de la Secretaría General  del Ministerio de Relaciones
Exteriores (Junio 1987), en ese momento el  Secretario General era Alejandro Bendaña. Para
laborar en condiciones  semiestables tuve que ingerir dosis altas de pastillas suministradas por  el
propio Daniel Ortega.
Estando en la Cancillería, me matriculé en un curso de Relaciones  Internacionales impartido por el
Instituto Superior de Relaciones  Internacionales de la Cancillería Cubana, el que logré finalizar con
plus  esfuerzo; durante este período se despertó mi voluntad y fuerza interior para  enfrentar con
mayor determinación mi oprobiosa situación. Despertaron  también, nuevos intereses profesionales,
los que se convirtieron en  motivaciones importantes en mi vida, pues aprendí a apreciar mis
cualidades  académicas dado las buenas notas adquiridas y elevé un tanto mi auto-estima.
Obviamente, mi desempeño laboral me ayudó mucho a identificar nuevas facetas  de mí y a elevar
mis niveles de conciencia de lo que Daniel Ortega destruyó  de mi vida. En la cancillería aprendí
mucho, desarrollé aptitudes y  capacidades que ni yo misma pensé poseerlas. Fue ésta la segunda
oportunidad  laboral que tuve, pero la primera en que se desarrolló fuera del ámbito  familiar, donde
comencé a establecer vínculos con diversas personas, aunque  siempre con la presencia sistemática
y casi cotidiana de mi agresor por la  relación con sus funciones de Presidente de la República y la
actividad  internacional de la Revolución.
Fue en este ministerio que comencé a adquirir una determinada conciencia  crítica sobre los errores
o anomalías de la Revolución, gracias a las  posiciones que compañeros de trabajo (todos
sandinistas) tenían al respecto  de temas o decisiones tomadas. También, comencé a escuchar
comentarios y  cuestionamientos sobre actitudes y formas de vida de altos dirigentes de  la
Revolución, problemas referidos a la ética y a la moral.
Para mí, una joven sandinista con formación partidaria y víctima de abusos y  agresiones, aquellas
críticas fueron una especie de puerta para empujarme  hacia perspectivas diferentes sobre todo lo
que implicaba la Revolución.  Comencé entonces a reconocer muchas cosas que antes no fui capaz
de observar  ni entender. Comprendí que todo lo que Daniel Ortega practicó en mí estaba  vinculado
a los cuestionamiento de carácter ético y de honestidad personal  que enfatizaron los compañeros
de trabajo. Por primera vez se me generaba un  conflicto de conciencia.
Fue en 1987 que conocí los rostros de la Revolución: el rostro místico y  mítico proyectado a la
membresía a través de la educación política; y, el  rostro de la realidad de las prácticas de poder
desde las instituciones  estatales, donde se manifestaron actitudes de corrupción y  deshonestidades
que nada tenían que ver con lo que se predicaba a las bases  del sandinismo.
Todas las anomalías observadas en el Ministerio de Relaciones Exteriores me  llevaron a revisar mi
propio entorno, y comprendí que muchas de éstas y las  críticas escuchadas, de alguna forma tenían
que ver con mi realidad familiar.  Esto fue determinante para una toma de conciencia mucho más
crítica, mi  propia revalorización, descubrir que la Revolución no era perfecta y que yo era  parte de
ese sistema de poder.
Lo anterior, reforzó mi tendencia manifestada desde 1984, durante la campaña  electoral, de
excluirme de la vida pública familiar. Cada vez que se referían  a mí como la hija de mi agresor, me
provocaba repulsión porque sentía que  reafirmaban la posesión de éste sobre mí. No quería
participar de la MENTIRA  de aparentar la familia perfecta, cuando en verdad viví un calvario  de
aberraciones provocadas por el propio jefe de aquel hogar, fui su víctima  de años. Prueba de lo que
estoy diciendo, es que no existen muchas fotos ni  tomas de televisión que reflejen una supuesta
unidad y normalidad familiar,  mucha gente ni siquiera sabía de mi existencia; no participé en
ninguna  campaña electoral de 1990, que yo recuerde.
Mi vida afectiva estaba reducida a estar segura dentro del corral y de la  trampa que desde niña
armó Daniel Ortega. Se me chantajeó haciendo uso de mi  conciencia sandinista, con la importancia
de proteger la imagen del dirigente  y de mi obligación respecto a él.
Para esta época mi reacción al contacto físico corporal empeoró. No me gustó  dar la mano al
saludar ni mucho menos que se me diera el habitual beso en la  mejilla. Era arisca. Detesté los
abrazos o cualquier otra forma de  manifestación de afecto que tuviese que ver con contacto físico.
Sentía que  todo eso era malo, cualquier roce en mi cuerpo me era lesivo y peor aún si venía  de un
hombre. Dar confianza a otra persona era motivo de temor, el que otra  persona me pudiese hacer
daño fue un horror que siempre se antepuso a  cualquier motivación de carácter afectivo.
La repulsión que sentía al hablar con personas era producto de los actos  consecutivos de mentiras
que tuve que asumir para ocultar una verdad. Hasta  cierto punto no solamente viví acuartelada
producto de las férreas medidas de  seguridad que sobre mí se impusieron, sino de hasta de mis
propios temores y  restricciones. ¡Estuve atrapada!. La vergüenza hacia mi cuerpo fue tal, que no  usé
vestidos que descubrieran o reflejaran partes de mi cuerpo; no usé  pantaloncillos ni faldas cortas,
me sentía marcada, como si todos verían en  mí las huellas de aquellos vejámenes. Siempre procuré
estar totalmente  cubierta.
En el MINEX tuve que enfrentarme a algunos retos: ejercer mi naciente  capacidad profesional y
académica, convivir en un medio social complejo y  conocer la otra cara de la Revolución. Fue en
este ministerio donde comencé a  desarrollar un ámbito y círculo propio.
El hecho de haber incursionado este nuevo ámbito, separado totalmente de la  casa, agudizaron en
mí algunas contradicciones internas en relación a las  prácticas de Daniel Ortega. El empezar a ser
yo también una persona pública y  tener esta doble vida llegó a chocarme mucho, sobretodo porque
aquellas  prácticas fueron cada más agresivas, más violentas.
Por las apariencias ante el mundo de ser una familia unida y plenamente  normal, se me persuadió y
me vi obligada a participar de algunos viajes  oficiales del Presidente de la República -es decir, mi
agresor-, entre los  cuales estuvieron los realizados a las Naciones Unidas. Esto representó para  mí
harto difícil, pues tuve que aparecer junto a él, mi madre y hermanos; mi  madre, quien no me dirigía
la palabra, asumió todo el tiempo durante estos  viajes, una actitud de indiferencia total e hiriente,
incluso, los vestidos  que usé fueron aquellos que ya no le eran útiles, lo que siempre me hizo  sentir
incómoda y desagradable.
Mientras Daniel Ortega me usó como basura, mi madre me trató como desecho.  Fue una doble
humillación humana. Los tratos fueron similares, aunque en  diferentes ámbitos y manifestaciones.
Durante estos viajes a los que me refiero, cuando mi madre estaba fuera de  los hoteles, me
mandaba a llamar y me obligaba a sostener relaciones sexuales  en los closets de las habitaciones
donde siempre ubicaba una silla por temor  a que se encontrara alguna cámara espía. Esto me
aterraba aún más por la  posibilidad de ser descubierto en un país ajeno.
Cuando comencé a participar con mayor aceleración en actividades sociales y  públicas, mi agresor
se preocupó por mis contactos con un cúmulo de personas,  pues eso representaba una exposición
muy seria a confidencias que no eran  posibles. Esta situación lo obligó a incrementar, aún más, sus
medidas de  seguridad y someterme a extensos interrogatorios telefónicos y nocturnos  para
asegurar mi silencio; cuando me quedada horas extras en la oficina  procedía a llamar
insistentemente. Para este tiempo yo empecé a rechazar las  llamadas, y cuando no respondía utilizó
pretextos para visitar la oficina del  Canciller para luego, dirigirse intespestivamente hacia donde me
encontraba y  verificar mi presencia. Empecé a sentirme perseguida.
Durante mi tiempo de trabajo en el MINEX, estuve rodeada de cuatro  compañeras, quienes me
llegaron a tener mucho cariño y comprensión; pero  sobre todo, para mí fue reconfortante que por
gestiones que emprendí se  ubicara a mi amiga Ana Clemencia, quien intuía más claramente  mis
sufrimientos.
He de decir, que en la medida que profundicé mis relaciones de amistad con  mis compañeras, fui
invirtiendo más tiempo en ellas, y hasta llegamos a  compartir muchas horas en la casa. Daniel
Ortega, excediéndose más allá de lo  que en mí ya practicaba, llegó a presionarme para que ellas
accedieran a  sostener contactos sexuales conmigo, a fin de observar y excitarse, lo que no  permití
en ningún momento.
A Daniel Ortega no le llegó a importar su imagen ante mis amigas, pues  comenzó hacia ellas
también un nivel primario de insinuaciones que las  atemorizaba a pesar de la lealtad que él mismo
inculcaba. Sus arrebatos  sexuales ya estaban llegando más lejos. Por lo que busqué  personalmente
formas de protegerlas y alejarlas de sus posibles  atrevimientos.
Mis amigas Ana Clemencia (1983), Aída y Aleyda (1987), me ayudaron a que las  puertas del mundo
exterior se me abrieran con mucha solidaridad, fraternidad  y confianza. Éstas, aún continúan muy
cerca de mí, ayudándome a cada instante  a superar mis secuelas y temores. Fueron ellas que
quitando tiempo a sus  familias me dedicaron horas de compañía y protección ante los acechos de
mi  agresor, reiterándome constantemente mi valía como persona y de la importancia  del respeto y el
cariño. Me hicieron ver el mundo de otra forma.
Cuando yo recibía estas visitas, Daniel Ortega comenzaba a fraguar sus nuevas  artimañas para de
alguna forma afectar y aprovecharse de aquel círculo de  amistad; cada vez que se presentaba llevó
licor, lo que me pareció extraño  porque bien sabía que yo no tomaba ni tenía tendencias hacia ello.
En una  ocasión, cuando él calculaba que alguna de ellas se propasaba de tragos, instaba  a roces y
movimientos a fin de llegar a concretar fantasía sexuales, lo que  no lograba, pero una vez estimulado
procedía a llamarme y a practicar lo que  se le ocurría en el momento en los lugares habituales.
Me insinuó en varios ocasiones, desde los primeros momentos de su acoso y  abusos, a sostener
relaciones sexuales con personas de mi mismo sexo; me  decía que a mí no me gustaban los
hombres y que en mí observaba inclinaciones  hacia el lesbianismo. Esto me lo decía cada vez que
yo no respondía a como él  deseaba a sus ímpetus y manejos sexuales, lo que no me provocaron
placer,  sino todo lo contrario, dolor y amargura.
En varias ocasiones, mientras me encontraba en reuniones en el ministerio, se  le ocurría mandar a
llamarme de urgencia para acudir hasta donde él se  encontrara y proceder a lo mismo, diciéndome
que en ese momento tenía tiempo  y que me necesitaba.
Fue durante este tiempo que recibí de su parte, mayores presiones para  aceptar la presencia de
terceros en sus prácticas donde ya utilizaba objetos.  Obviamente para realizar estas prácticas él
necesitó sacarme de la casa. Fue  este el momento en que me citaba en un lugar que construyó en la
casa de  gobierno. Recuerdo que hubo alguien a quien acudí en busca de ayuda, que me  sugirió
soportara la cruz de mi vida, que la debía cargar con resignación.  Según esta persona, me
correspondía a mí, velar por la imagen y estabilidad  del estadista, referirse al respecto significaba
dañar la imagen del líder y  con ello afectar gravemente a la Revolución, lo que se debía entender
como la  misma cosa.
Cuando mi madre llegó a pasar más tiempo en la casa, yo era citada a su  oficina en el momento
que dispusiera, incluso, a altas horas de la noche,  dejando entreabierta la puerta para que sus
agentes cercanos y de más  confianza lo vieran, éstos siempre fueron leales y cómplices.
En varias ocasiones me propuso sostener prácticas con la participación  directa de otros hombres y
mujeres. Una vez acudí engañada a un llamado donde  apareció otra persona; el asunto fue, en
realidad, para obligarme a realizar  otra práctica sexual, ahora con otro hombre convocado por él. Yo
cerré los  ojos todo el tiempo y seguí las instrucciones que Daniel Ortega me daba. Él,  desde una
silla daba indicaciones de cómo proceder. Apresuró incluso las  cosas. Ante mi negativa, él mismo
me quitó bruscamente la ropa y empujó al  otro participante a abusar de mí, ésta persona fue dirigida
en sus  ejecuciones por él. Sentí miedo y vergüenza. Ambos procedieron… Después de lo  sucedido
resulté con problemas de salud que requirieron de una inmediata  atención médica. Previo a esta
práctica a la que me obligó Daniel Ortega me  dio licor “para que me aventara”. Después de esta
ocasión no hubo otra porque  logré burlas sus trampas.
Esa práctica aberrante, humillante, lesiva y asquerosa fue una de las últimas  cosas que me
demostró de lo que era capaz de hacer en mi contra, temí que me  hiciera mucho daño. Para este
tiempo, ya practicaba la relación sexual  propinándome fuertes y dolorosos golpes que parecían
excitarlo en demasía; me  obligó a describir escenas imaginarias con personas de mi círculo
amistoso  para alcanzar el mismo objetivo, ya fuesen hombres o mujeres.
En este período (Abril 1989) se me presentó la posibilidad de una beca para  estudiar inglés en
Londres por la Universidad Centroamericana, la que duró  tres meses. Daniel Ortega continuó
llamando dos veces al día durante ese  lapso de tiempo, lo que por supuesto, fue muy notorio por la
familia inglesa  donde residí. Él llegó a grados tales, que organizó un viaje a Inglaterra para  visitarme
donde estaba alojada y con pretextos bien montados procedió a  abusar nuevamente de mí.
El apoyo que desde Nicaragua recibí de mis amigas y Alejandro me permitieron  soportar el período
y los momentos difíciles que pasé en esa nación. Si bien  tuve fuertes crisis, esta vez logré
desarrollar mecanismos para enfrentarlas  y mantenerme en clases. Esta vez y como algo positivo
para mi auto-estima,  logré finalizar el curso de Inglés.
La derrota electoral de 1990 y su impacto político en todos los sandinistas,  definitivamente incidió
en mi situación de cautiverio. En este período  continué estando sola y abandonada por mi familia.
En este mismo año se me  descubrió un tumor en mi pierna derecha y tuve que viajar a México a
operarme  (Mayo 1990) sin la compañía de nadie, mi madre no me brindó el apoyo necesario  ante
una cirugía delicada y de resultados riesgosos. Una vez allá, una tía  materna, que reside en España,
fue la única que después de algunos días llegó  a acompañarme. Al regresar a Nicaragua aún
convaleciente, permanecí en silla  de ruedas en la casa de las trabajadoras domésticas.
Fue durante este período (Septiembre 1990) que mi madre durante un incidente  y una crisis
nerviosa me expulsa de la casa a la media noche, bajo lluvia y  en estado de salud delicado, aún no
me reponía totalmente de la operación de  la pierna, caminé apoyada en muletas y enyesada. Daniel
Ortega meses antes y  previendo este desenlace, decidió asignarme una casa que pudiese utilizar  a
una situación de este tipo, mi madre me arrojó de la casa con lujo de  violencia. También, argumentó
al asignarme la casa que si mi madre moría no  de dejaría nada. Es a esta casa donde precisamente
me mudo.
De parte de mi madre fue una segunda acción de absoluto rechazo a mi persona.  Esta vez sentí sus
deseos de hacerme daño, pues me lanzaba a la calle  enferma, recién operada. Sentí ser tratado
como un ser que no salió de su  vientre.
Entonces, para mí, esta nueva situación significó un nuevo reto: llevar una  vida independiente,
siempre sola, pero alejada de aquel complejo lleno de  terrores para mí.
VI. De los 23 a los 30 años (1990 – 1997)
El incidente violento con mi madre y sus posteriores reacciones viscerales,  fueron razones
suficientes para que Daniel Ortega no intentase hacerme  regresar al complejo habitacional de la
familia Ortega Murillo.
Viviendo en la casa de Bolonia, su insistencia continuó. Me llamaba para  establecer horas en las
que podía llegar, poniéndome nerviosa. Continuó  insistiendo en sus mecanismos de control.
El 5 de Octubre de 1991 contraje matrimonio con Alejandro Bendaña. Daniel  Ortega no ocultó su
desacuerdo, pero al mismo tiempo consideró, según dijo  con mucho cinismo, que yo podía
satisfacer mis necesidades de vida pública  con alguien, tener vida de pareja e hijos, pero sentenció
que yo le  pertenecía y que su vínculo conmigo era indisoluble. Con ello quedaba en  evidencia que
con su autorización el matrimonio funcionaría.
Daniel Ortega nunca respetó mi matrimonio ni la militancia ni condición de  asesor de Alejandro. Me
afirmó que las razones que me unían a él -mi agresor-  eran divinas. Nuevamente la fatalidad se
apoderaba de mí y la impotencia me  consumía, aunque me sentía a salvo al menos físicamente,
porque sus  incursiones a mi cuerpo ya no eran posible. Sin embargo, continuó el acoso a  través de
llamadas telefónicas vulgares, obscenas y amenazantes. No quise dar  muestras de estados de
ánimos y nuevas depresiones por temor a que Alejandro  me abandonara.
Durante todo el tiempo que estuve casada, el acoso de Daniel Ortega se  mantuvo a través del
teléfono todos los días, hasta espaciarlas por mi  negativa de contestar sus llamadas. En éstas recibí
insinuaciones sexuales de  todo tipo; muchas veces me exigió que le comentara detalles de mis
relaciones  sexuales con Alejandro, por las noches me preguntaba si haría el amor y me pedía  que
dejara el teléfono descolgado para escuchar. Muchas llamadas nocturnas no  fueron contestadas por
mí, descolgar el teléfono en el fondo fue un síntoma  de temor a enfrentarlo. Fue como un permanente
estado de sitio. Generalmente,  al dormir se me venían crisis depresivas.
Lo frecuente, persistente y obsesivo de estas llamadas me afectaron mucho.  Sus insinuaciones
sexuales eran totalmente pervertidas y el que me las  hiciera a mí aunque fuera por teléfono, me
ofendían mucho. Me insistía en la  posibilidad de sostener relaciones sexuales entre los tres, es
decir, entre  él, Alejandro y yo, que le diera licor para que accediera. Dijo que él no  participaría
activamente, que solamente nos observaría. También me sugirió  que filmara para luego vernos, a
Alejandro y a mí, en video.
Luego vinieron aquellas llamadas durante las cuales se masturbaba,  recordándome escenas
pasadas con él. Volvía a sentir nauseas al escuchar su  pedregosa respiración. Cuando él pedía que
yo respondiera, le contestaba  -evadiéndolo- que me encontraba entre gente, a lo que me sugería
que me  trasladara a otro teléfono para volver a llamar, a la que yo ya no  levantaba.
Todas estas circunstancias, hicieron que durante el primer año de matrimonio  enfrentara crisis
depresivas severas, temores nocturnos, claustrofobia, no  podía estar sola en ningún lugar. Su
persecución me mantuvieron en constante  situación de escape. Mi frustración fue evidente cuanto en
determinado  momento me sentí atrapada, nuevamente dentro del cerco que había tendido  desde
hace muchos años. Decidí entonces, iniciar un proceso terapéutico y de  atención profesional,
reservándome aún la verdadera causa de mi situación, no  así los síntomas ni problemas de
adaptación en mi relación matrimonial.
Llegué a tener dos vidas: la de mujer casada y la de presa de Daniel Ortega.  Tuve miedo de andar
en las calles, solamente me sentí segura en mi casa donde  levantamos un muro para evitar sus
acechos y atrevimientos.
Gracias a la terapia superé la dependencia a los fármacos, a los que tanto me  acostumbró él.
Desarrollé formas de controlar las fobias. Luego de superadas  algunas cosas, no volví a mencionar
la historia a Alejandro. Sentía vergüenza  e inseguridad por lo vivido.
Durante las salidas de Alejandro al exterior, Daniel Ortega insistía en  llamar y citarme a la Secretaría
bajo cualquier pretexto, a las que no  acudía. Su acoso se intensificaba durante las ausencias de mi
marido, por esa  razón oculté siempre toda información sobre algunos de sus viajes y le  acompañé
en muchas ocasiones.
Cuando me negaba al teléfono por varios días, inventó excusas para hablar con  Alejandro y una vez
concluida su plática, solicitaba comunicarse conmigo, lo  que me obligó a confiarle a éste lo que
recientemente estaba sucediendo, bajo  nuestro matrimonio, sin embargo, nos inmovilizó su poder
político y el  respeto malentendido y protección al líder de nuestro partido.
Llegué a sentir temor, nuevamente, al repique del teléfono. Al inicio no  quise decirles nada a las
trabajadoras de mi casa y compañeras de oficina, me  sentía aún en obligación de proteger su
imagen, pero finalmente me decidí.  Muchas veces fingí la voz para evadirlo.
Los viajes que emprendimos juntos Alejandro y yo fueron un mecanismo que  desarrollamos para
evadirlo, para escapar y protegernos.
De pronto llamaba a la oficina, donde mis compañeros de trabajo en el  entendido que se trataba de
asuntos de trabajo, le proporcionaban los  teléfonos donde nos localizábamos en el exterior; sus
llamadas eran para lo  mismo, con los mismos contenidos que ya he venido apuntando. Recuerdo
que  para cuando decidimos residir por varios meses en Chicago, Estados Unidos, sus  llamadas
fueron bastantes frecuentes. Se convirtió en un fantasma en mi vida.  Nunca pasaba más de dos
semanas sin llamar. Recibí llamadas de él desde Medio  Oriente, Europa, La Habana, etc..
Mi participación política se vio extremadamente limitada por sus incidencias  sobre mí, cuando
intenté colaborar con el Foro de Sao Paulo, Daniel Ortega me  mandaba a llamar desde cualquier
habitación del Hotel en que se realizaba la  reunión, por lo que opté por retirarme; recuerdo que una
vez, durante se  realizaba una reunión en su oficina con una delegación extranjera y confiado  que
éstos estaban de espaldas a él, comenzó desde el baño a hacerme señales  obscenas y a
masturbase.
En 1991, también empecé a laborar en el Centro de Estudios Internacionales.  En 1995 me gradué
de socióloga en la Universidad Centroamericana; mis  compañeras de trabajo son prácticamente las
misma del MINEX. Mi crecimiento  profesional siempre tuvo como característica fundamental la
fuerza de  voluntad, aunque las enfermedades sicosomáticas no desaparecieron.
Tuve que mantener dietas dirigidas por nutricionistas, las crisis de migrañas  se repetían con
frecuencia, las depresiones las escondí muy bien. De alguna  manera, a través de mi desarrollo
profesional e imagen pública, llegué a  sentirme mejor conmigo misma; sin embargo, nunca dejé de
sentir la carga del  secreto, del silencio, lo que aún me hacía sentir sucia.
En este período también asumí el reto de ser madre, lo que me dio mucho  temor; mi fragilidad
emocional y la ausencia de mi madre me dio mucha  inseguridad en torno a una experiencia
totalmente nueva. Sentí muchísimo la  ausencia de una madre. Tuve problemas serios debido al
trauma específico de  la etapa de la violación sexual que perpetuó en mí contra Daniel  Ortega.
Escenas de la violación cruzaron mi mente en momentos de la  recuperación pos parto.
Cuando nacieron mis dos niños (Alejandro:10 Nov. 1992; Carolina: 3 Dic.  1994), no creí asumir
debidamente mi rol de madre, pensé que no tenía  felicidad que entregarles, las secuelas perduraron
y no sabía si estaba  realmente preparada para criarlos y ayudarles en su crecimiento y  desarrollo.
De remate, recuerdo que durante mis cuarenta días de pos parto de  mi hija, él me llamó desde
Cuba, en recuperación del infarto sufrido,  haciéndome preguntas sobre si ya había finalizado mi
cuarentena y si había  reanudado mis relaciones sexuales con Alejandro.
Aún cuando yo ya tenía varios años viviendo en otra casa, la actitud de mi  madre continuaba siendo
la misma, el rechazo estuvo siempre presente y se  extendió hasta mis hijos, durante los momentos
de partos no llegó a demostrar  un gesto de preocupación o de apoyo, ni a la fecha se ha acercado a
ellos en  tanto abuela que es.
Mi situación última se graficó de la siguiente forma: él continuó durante  seis largos años su acoso
telefónico desde cualquier país del mundo; volvía a  sentirme cercada, sin escapatoria; sentí
vergüenza ante mis hijitos. Las  secuelas estaban presentes y las llamadas me provocaban repulsas
y  angustias.
Desde 1990 no he hecho uso de ningún recurso proveniente de la familia Ortega  Murillo.
VII. A los 30 años: El estallido y la denuncia inevitable
En 1997, año en que se suman varias coincidencias y hechos en mi vida, Daniel  Ortega intensifica
su acoso sexual en mi contra; yo reincido en mis crisis de  salud, que me obligan definitivamente a
buscar y mantener de manera intensiva  y sistemática atención sicológica. Las nuevas
manifestaciones de acoso son  las que provocaron mi estallido personal que desembocó en la
denuncia  pública.
Un hecho determinante, fue mi integración en Enero de 1997, por invitación de  la Dirección
Nacional, a la Comisión de Diseño del FSLN, cuyo mandato fue la  elaboración de una propuesta
para la transformación del mismo.
Anteriormente dije que mi decisión de desvincularme del trabajo político,  tuvo como razón la evasión
de su acoso. Sin embargo, luego de seis años de  inactividad partidaria y con una temática de
mucha motivación, decidí asumir  la responsabilidad.
Al participar en esta comisión, procuré una serie de mecanismos de  protección; siempre propuse e
insistí que las reuniones de la Comisión se  efectuaran fuera de la Secretaría del FSLN, a lo que
accedieron los miembros  de la misma. Nuestras reuniones entonces, tuvieron como  escenarios
mayoritarios el Centro de Estudios Internacionales y el Centro de  Capacitación “Olofito”. Esta
solicitud la hice evadiéndolo a él, quien sin el  más mínimo reparo ni respeto procedía a citarme o
enviarme recados para que  me saliera y me encontrara con él, cuando las reuniones se realizaban
en la  Secretaría.
Especificando mejor esta situación, he de decir que durante las pocas  reuniones que se realizaron
en el local de la Secretaría del FSLN, Daniel  Ortega me esperaba en las afueras de las salas de
reuniones o esperaba a que  yo saliera al baño. Primero me indicaba entrar a su oficina, a lo que  me
negaba; me enviaba recados con su asistente personal; en una ocasión, al  medio día después de un
encuentro de la comisión con los Secretarios  Políticos Departamentales, casi me forzó a entrar a su
oficina, a lo que con  mucha determinación me escabullí y detectando la presencia de mis
compañeros  de comisión, me dirigí alterada e inmediatamente hacia ellos.
En esta ocasión a la que me refiero, sostuve un intercambio fuerte de  palabras donde le reclamé por
primera vez, con una fuerza que me salió desde  muy adentro, que me dejara en paz y que no
continuara dañándome. Realmente su  obsesividad ya no tenía límites y estaba irrumpiendo
nuevamente en todos mis  espacios.
Escena similar se repitió durante la sesión de la Asamblea Sandinista  Nacional, en Octubre de
1997, en El Crucero, a la que fui invitada en calidad  de miembro de la comisión; en esa ocasión me
aguardó a la salida, en una zona  oscura y al contactarme me reclamó mi actitud de no ir en su
búsqueda.  Durante esta sesión, él observaba con quienes departía, me rodeaba y luego me  llamaba
haciendo observaciones obscenas e insinuantes en relación a mis  vínculos con distintos
compañeros del Frente. El ámbito de mi participación  política comenzaba a representar un
escenario que le estaban posibilitando  nuevos impulsos de acoso permanente hacia mí.
Por la necesidad de sentirme protegida y mi interés de alcanzar una mayor  participación política,
procedí a confiarles a tres compañeros de la Comisión  de Diseño del FSLN, y posteriormente, les
externé a los dirigentes de la  Iniciativa Carlos Fonseca de Managua mis reservas hacia el liderazgo
de  Daniel, dejando entrever situaciones de carácter político personal que se riñen  con su condición
revolucionaria. Busqué en este ámbito el apoyo y la  solidaridad que necesitaba para enfrentar mi
situación.
También procedí a confiar a otros militantes mi situación. Acudí a un miembro  de la Dirección
Nacional del FSLN para develar toda la historia de mi vida  esperando una actitud mucho más
beligerante y consecuente en los principios  que profesamos; sus palabras se refirieron a la
terquedad de Daniel Ortega y  a la posibilidad de continuar en sus actos, dijo también que éste tenía
una  actitud dual y que actuaba desconociendo sus compromisos.
A los compañeros de la Comisión de Diseño del FSLN que les confié mi  historia, les pedí compañía,
apoyo emocional y que guardaran fervientemente  el secreto, de ellos necesitaba más bien apoyo en
mis momentos difíciles.
Al grupo de dirigentes de la Iniciativas a la cual estaba integrada, les pedí  comprensión y paciencia
ante el proceso que necesariamente conllevaba a  cuestionar a Daniel Ortega, pero que
primeramente haría lo posible por  resolverlo en el plano estrictamente personal. Yo nunca utilicé
talleres o  asambleas para referirme públicamente en contra de Daniel Ortega y su  liderazgo,
sencillamente nunca me referí a él en positivo ni en negativo.  Ante todo, siempre reivindiqué la
importancia de los valores éticos y  morales, y dejé planteado que esa debía ser la aspiración de un
Frente  Sandinista transformado.
Mi participación política pública produjo en mí problemas de identidad, pues  ante mucha gente de
base del FSLN tenía que callar cuando se me vinculaba  filialmente a Daniel Ortega, cuando en
verdad lo que existió fue horror.  También debí fingir mi simpatía y respeto político. De alguna
manera, llegué  a sentirme agredida por los demás cuando se dirigían a mí como la hija de… y se  me
preguntaba por él.
Volvieron imágenes y fantasmas pasados. Empecé a tener pesadillas donde  escuchaba los pasos
fuertes de sus botas y le miraba con su uniforme militar  de los ochenta y sus gruesos anteojos.
Imágenes que me provocaron sobresaltos  y terrores nocturnos. La reaparición física de Daniel,
nuevamente, estimuló  situaciones síquicas y sensaciones pasadas, incluso se me activaron otras
que  no recordaba. Volvieron los mareos, los vómitos, los problemas de equilibrio,  mis sofocaciones
casi asfixias, durante reuniones o talleres. Mis crisis  depresivas durante las noches se volvieron
recurrentes, dolores musculares,  migrañas y reapareció la claustrofobia que no me permitió viajar
durante el  último año.
Esto, sumado a una crisis matrimonial, me llevó a iniciar por primera vez en  mi vida un proceso de
terapia sicológica. Debido a mi condición de madre  soltera y literalmente sola, por cuanto no tenía
grupo de apoyo familiar  inmediato, más que el cariño de Alicia y las trabajadores de mi casa,  se
intensificó en mí el temor de una recaída sicológica; esta situación, me  preocupó de sobre manera
por mi condición ahora de madre y la exposición de  mis hijos a mis problemas que afectaran su
salud mental. Me determiné a no  correr riesgos por ellos y procedí a atenderme profesionalmente.
Por primera vez, dije a dos profesionales respetadas, las causas de mi  situación de salud actual y
con ellas gesté un proceso doloroso de rescribir  y reinterpretar la historia en conjunto. Con nadie y
nunca en mi vida, había  abordado la historia completamente. Este testimonio, incluso, representa  un
gran esfuerzo personal de reconstrucción, a pesar de lo doloroso que para  mí ha sido, cada frase,
cada párrafo, cada página, cada episodio, cada  imagen, cada recuerdo traído desde lo más hondo
de mi memoria y sensaciones.  Durante esta atención me opuse al uso de fármacos, desde hace
mucho no he  vuelto a usar píldoras, ¡malditas píldoras de Daniel!.
El apoyo sicológico incluyó reconocer mis fortalezas y debilidades. He  adquirido las energías y la
determinación suficiente para enfrentar este  momento definitorio en mi vida, del profundo amor de
mi abuelita, de la  fortaleza mostrada en mi sobrevivencia al horror, de la necesidad de amor y  que
muchas personas que sin ser mi familia me lo han brindado, asumiéndome  como parte de las suyas.
Tomando un tanto de cada nuevo motivo en mi vida, de  mis ilusiones y esperanzas, empecé a
visionar un nuevo mundo para mí y  emprender nuevos caminos, haciendo a un lado mi trágico
pasado, no  olvidándolo, sino asimilándolo y entendiéndolo. Mis crisis, aunque no  totalmente
vencidas, son enfrentadas con una luz mucho más fuerte que  éstas.
Es difícil superar el pasado cuando el agresor y responsable de los daños en  mi humanidad,
continúa amenazando mi vida, sabiéndome viviendo sola entre  mujeres y dos niños. Las más
recientes llamadas de Daniel Ortega, trajeron a  mi memoria fuertes y dantescas escenas de un
pasado aferrado a las heridas  aún no sanadas. Volví a sentirme impotente, acorralada, necesitaba
gritar,  explotar, ya no podía volver atrás, mis hijos fueron siempre un motivo para  aventarme en
medio de la camisa de fuerza que representaron mis miedos, debía  detenerlo, aunque me haya
recomendado mi sicóloga aislarme de todo para  prevenir una fuerte recaída.
Tuve que aprender a colgar el teléfono, pues yo simplemente me quedaba  inmóvil. El sólo hecho de
que sonara el teléfono a altas horas de la noche,  sabiendo que era él, me producía una nueva crisis
nerviosa que me produjo en  más de una vez, la necesidad de salir de la casa a altas horas de la
noche o  la necesidad de hacerle daño a mi cuerpo. Reapareció nuevamente el asco, los  vómitos y
las migrañas.
Debo mencionar que el estar viviendo sola, provocó que mi hermano Tino  intensificara su
acercamiento. El y yo hemos desarrollado una relación  especial a pesar de lo que nos separa de
toda esta historia. Yo sentí que  quiso estar a mi lado y al de mis hijos durante mi etapa de
separación. El  vínculo con Tino me produjo sensaciones contradictorias en relación a si era  el
momento de intentar acercarme a mi madre. Me sentí muy sola, y reafirmé la  realidad de que mis
hijos no tienen familia. Sin embargo, intentar acercarme  a ellos cargando con el acoso de Daniel
Ortega era ser falsa.
Las sensaciones reaparecidas y recién detectadas, para mí fueron evidencias  de que mis traumas y
confusiones sicológicas no había desaparecido.
Además del acoso en el ámbito de mis actividades partidarias, continuó sus  llamadas amenazando
con llegar a altas horas de la noche a mi casa en  Bolonia. Me decía que mi separación tenía como
motivo el hecho de que yo era  lesbiana, y que él mismo tenía información de mi círculo de amigas
más  frecuentes con las que departía placer. Comprendí hasta este momento, que las  alusiones a mi
supuesto lesbianismo era para provocar en mí reacciones  favorables a él.
Después de tantas complicaciones, regreso de situaciones intensas y mis  propios
cuestionamientos de carácter político-moral, me condujeron a abordar  directamente la situación con
Daniel Ortega. Inicialmente, el día de mi  cumpleaños (13 de noviembre de 1997), envié
simultáneamente a él y a mi  madre, un libro titulado “Del ultraje a la esperanza. Tratamiento de  las
secuelas del incesto”, de la doctora Gioconda Batres Méndez, libro que me  ayudó mucho a entender
los fenómenos y mis propias secuelas.
Con el envío de ese libro, albergué la esperanza que ellos mismos, por  primera vez, abordaran con
seriedad el asunto, pero creo que me  equivoqué.
Al tener conocimiento de mi proceso de terapia, ellos tuvieron el temor de  que yo hiciera algún tipo
de denuncia, lo que a su vez, generó en mí una  expectativa de una posible oportunidad de
acercamiento de mi madre, lo que  tampoco fue así. Su comportamiento fue el mismo, me continuó
culpando,  responsabilizando y castigando.
La conversación con Daniel Ortega se llevó a efecto el 11 de Diciembre de  1997, la que empezó de
su parte con un recuento de su condición de salud. No  sé si fue una patraña más o si fue honesto. Yo
también le hice saber de mis  problemas, de mis serias complicaciones de salud y a renglón
seguido, le eché  en cara de manera enérgica el daño que perpetuó en mí, también le  contra
argumenté por primera sus manipulaciones, tanto las referidas a  supuestos sentimientos hacia mi,
como aquellas referidas a causas  políticas.
Él mismo reconoció que en todo esto hay dos víctimas: mi madre y yo; que  nunca me vio como hija;
que la cárcel le produjo transtorno severos en su  conducta sexual, que lo perdonara. Mostró
preocupación por mis afirmaciones y  me preguntó si yo preferiría verlo muerto, o si algún día lo
perdonaría.  Manifestó su interés de continuar la conversación, quise creer que sus disculpas  eran
genuinas, verdaderas; lo creí de momento arrepentido y por mi parte  sentí recuperar dignidad.
Haber tenido el valor de enfrentarme personalmente  a Daniel Ortega, con la firmeza y determinación,
me hizo mucho bien.
Su acoso continuó. La misma noche del 11 de Diciembre procedió a llamar por  teléfono en tres
ocasiones con excusas diversas. Al día siguiente, lo hizo en  dos ocasiones y así sucesivamente.
Pensé que era una etapa de temor a una  acción pública de mi parte, pero no. Nuevamente insistió
diciéndome “Esto no  puede terminar así. Esto no termina aquí”. Comprendí entonces, que la
amenaza  estaba siempre latente, que nada de lo que me dijo fue sincero.
Ante esta nueva fase, mi ex-compañero, enterándose de la situación dada, por  primera vez lo
confrontó también telefónicamente (últimos días de Enero  199
  
  , en un intento de detenerlo.
Sorprendentemente, Daniel Ortega le  afirmó a Alejandro que era yo quien lo buscaba y quien tenía
problemas  existenciales y emocionales; le argumentó que me estaba rodeando de personas  sin
madurez política que me estaban haciendo percibir las cosas de otra  manera. Inmediatamente,
informada por Alejandro del intercambio sostenido,  procedí a llamarlo y encararlo en lo que había
dicho; por supuesto, se negó  de todo, -así ha sido su costumbre para quienes no lo conocen-. Acusó
a  Alejandro de haberle humillado y que no le aguantaba a ningún huevón ese tipo de  reclamos. Me
confió estar atemorizado con toda esta situación, que yo lo  tenía enfermo y que le pidiera lo que
quisiera para mi tranquilidad. Yo,  solamente le pedí una cosa: QUE ME DEJARA EN PAZ Y
RESPETARA MI PARTICIPACIÓN  POLÍTICA. Esta fue la última vez que hablé con él (Febrero
199
  
  .
Ante estos hechos, Daniel Ortega y mi madre desataron toda una campaña de  descalificaciones en
mi contra a lo interno del partido. Empezaron incluso a  hablar de la historia del abuso de forma
distorsionada. Promovieron  informaciones que me ubicaban a mí en el bando de Mónica Baltodano
dentro del  FSLN, se desataron acciones de persecución. Alguien confió tener instrucciones  de
informar sobre mis llegadas al departamental del FSLN e informar de lo que  yo abordaba en talleres
y reuniones. Me sentí no solamente acosada  sexualmente, sino también, perseguida políticamente.
Esto me llevo a valorar  mi propia participación.
Mi crisis se intensificó. Mis terapeutas, ante los hechos, me recomendaron  salirme de todas las
actividades partidarias y viajar al exterior, para que  sin acoso y alejada de los ataques de Daniel
Ortega, pudiese someterme a  tratamiento. Ninguna de ellas aprobó ni recomendaron la denuncia
pública por  considerarla en extremo riesgosa para mi vida y mi fortaleza emocional. Tenía  la
sensación de que estaba siendo condenada al exilio, no estaba teniendo  derecho ni a vivir en mi
propio país, a ser curada aquí, y se me estaba  negando mi derecho a la participación política.
Las pruebas por las que he tenido que atravesar han sido demasiadas. Salir  del país para mí
significaba reconocer una culpabilidad que no poseo. Se me  estaba diciendo que no podía
demandar justicia ni exigir respeto personal ni  político. SENTÍ NO TENER MÁS ALTERNATIVA
QUE DENUNCIAR. ¿Hablar con las  instancias del partido? ¿Qué podía esperar de éste, si un
miembro de la  Dirección Nacional me confió que “la terquedad de Daniel lo hace actuar de  forma
obsesiva”? ¿QUÉ PUEDO ESPERAR DE UN PARTIDO QUE SÉ PERFECTAMENTE CÓMO  ES
MANIPULADO Y ENGAÑADO POR DANIEL ORTEGA SAAVEDRA?.
Ese fue el momento decisivo: mi vida.
VIII. Finalmente
He mencionado todos aquellos factores, que además de someterme a una  oprobiosa e indigna
situación, me conducían a un holocausto personal.  Nuevamente, durante los primeros dos primeros
meses de 1998 me estaba  sintiendo atrapada. Daniel Ortega Saavedra, bajo los argumentos de
supuesto  amor y predestinación, insistió descaradamente en su acoso y pretensiones.
Hoy digo con mucha convicción, que no puede llamarse amor al acoso de un  hombre de 34 años
sobre una niña de 11; no puede llamarse amor a la violación  consumada en el acto y prácticas
sexuales degradantes; no puede llamarse amor  al acecho, a la persecución, al aislamiento, al
espionaje, a la manipulación  ni al chantaje afectivo y político. Eso no puede tener otro nombre que
ABUSO  DE PODER basado en el sometimiento sicológico que inmoviliza al ser humano.
Mencioné anterior, que mis terapeutas no recomendaron la medida de hacer una  denuncia pública,
sino que la emprendí sin el acompañamiento de las mismas.  Por la envergadura del caso debía ser
yo misma la dueña absoluta de mi  decisión final.
Así, en el mes de Febrero del presente año y en medio de esta situación,  empecé a considerar la
necesidad de hacer esta denuncia pública. Dediqué  muchos días y noches para considerar y
reflexionar esta opción. Mis  meditaciones fueron altamente espirituales y muy consciente.
Consideré con serenidad, que ante todo y en primer lugar, estaba mi urgente  necesidad de detener
el acoso; y en segundo lugar, dejar atrás el pasado. Me  convencí y así me determiné, que la mejor
forma de detener al DEMONIO era  enfrentándolo directamente, denunciándolo en sus propias
fechorías y  aberraciones. Lo que me exige y exigirá fuerzas para reconocer y superar mi  dolor.
Recuperar mi apellido es un acto de justa y loable reivindicación. Es  necesario e indispensable para
mí, PONER FIN A UNA FALSA IDENTIDAD.
Recuperar mi apellido implicaba decir las causas verdaderas; mentir o  deformar la historia de mi
tragedia significaba continuar negándome. En tal  sentido, he querido ser honesta y actuar conforme
a la verdad, conforme a lo  que realmente me sucedió y sobreviví, animada en el aliento de la vida y
del  amor, porque QUIERO VIVIR, y no me da vergüenza ya gritarlo.
Sé que a través de mi oraciones, de mis meditaciones y de la profunda fe  recién fortalecida, me
permitiré actuar con la debida paciencia e  inteligencia para que mi decisión por mi verdadera
identidad se logre. Estoy  convencida que no hay energía negativa ni alma cobarde, capaz de
detener el  curso de la luz y la verdad.
La decisión la tomé el 26 de Febrero de 1998. Inmediatamente procedí a  prepararme en todas sus
implicaciones, tanto en lo personal como en lo  político. Tomé las medidas pertinentes de cuido y
seguridad en relación a mis  hijos y personas que conviven conmigo; en lo político tomé la decisión
de  retirarme de las actividades del grupo de militantes de Managua a la que estaba  integrada;
laboralmente hice otro tanto en el aseguramiento del desarrollo de  los programas y proyectos que
están bajo mi responsabilidad y dejar clara la  distancia en relación a mi caso estrictamente
personal.
No fue una decisión fácil. De momento me invadieron angustias, temores y  pesimismos.
La ejecución de mi decisión se dio el 2 de Marzo de 1998, en mi casa de  habitación, donde invité a
mis amistades más cercanas para compartir con  ellas un momento que para mí fue trascendental.
Significó algo así como mi  bautizo, un evento solemne, que no tenía que ser triste ni tampoco  una
celebración. Fue una despedida a una vida pasada y el advenimiento de una  nueva. Así he
comenzado el camino de mi propia liberación.
Zoilamérica Narváez Murillo
Managua, 22 de Mayo de 1998.